El año en que se buscó a Verdi
Con ocasión del centenario de su nacimiento, el mundo de la ópera ha vuelto a entronizar durante 2001 a Verdi. Su música ha sonado hasta en el rincón más insospechado del planeta. También se ha vuelto a poner de manifiesto la crisis de voces idóneas para afrontar sus partituras. En los antípodas del mundo verdiano, Christian Thielemann se ha reafirmado en 2001 como nuevo dios en el templo wagneriano de Bayreuth. En Madrid, García Navarro falleció después de vaciarse en un portentoso Parsifal. Gérard Mortier ha culminado su década creativa al frente del festival de Salzburgo. El festival Rossini de Pesaro ha recuperado su esplendor con la dirección artística de Alberto Zedda. De los teatros periféricos, o no centroeuropeos, el Colón de Buenos Aires cerró un buen año con el cineasta Sergio Renán de director y el São Carlos de Lisboa ha iniciado una línea muy esperanzadora con Paolo Pinamonti.
No ha sido un año demasiado brillante en el capítulo de los estrenos. Una capital tan intuitiva en estas cuestiones como París se dedicó tal vez por ello a revisar después del verano las nuevas óperas que por unas u otras razones han despertado un mayor interés en los últimos años. Y así se programaron Las tres hermanas, de Eötvös, inspirada en el relato de Chéjov y estrenada en la Ópera de Lyón; La cerillera, de Helmut Lachenmann, procedente de Hamburgo; y El amor de lejos, de la finlandesa Kaija Saariaho, vista por primera vez en el festival de Salzburgo. En un lugar destacado de la cosecha de 2001 figura, sin duda, La señorita Cristina, de Luis de Pablo, una poderosa ópera (la mejor de todas las suyas) presentada por el Teatro Real de Madrid y defendida admirablemente desde el foso por José Ramón Encinar.
En una hipotética selección de los mejores espectáculos de teatro lírico representados en España en 2001, hay que situar en lugar preferente Billy Budd, de Britten, en el Liceo de Barcelona, por el equilibrio entre calidad de las voces, planteamiento escénico (Willy Decker) y dirección musical (Ros Marbá); La casa de Bernarda Alba, de Reimann, en el festival de Peralada, a los pocos meses de su estreno absoluto en Múnich, con una imaginativa realización escénica de Kupfer; Fidelio, en el Real, con la Staatsoper de Berlín, dirigida por Barenboim y Braunschweig; Las vísperas sicilianas, de Verdi, en las temporadas de la ABAO de Bilbao por la plasmación musical, con un reparto vocal que salió más que airoso ante un título imposible, y Los cuentos de Hoffmann, de Offenbach, en el Maestranza de Sevilla, por la concepción global del espectáculo. También hay que saludar el buen pie del Kursaal en San Sebastián al debutar en la ópera escenificada con un espectáculo tan conseguido como Rigoletto, con López Cobos en lo musical y la ya histórica puesta en escena de Jonathan Miller. Y en el terreno de la zarzuela hay que felicitarse por El niño judío y Los sobrinos del capitán Grant, ambas en el teatro de La Zarzuela de Madrid, con una sencillez y una comicidad admirables. De los espectáculos sin escenografía destacan Dido y Eneas, de Purcell, con un sensacional William Christie, en varios teatros; Sigfrido, de Wagner, con un dominador Víctor Pablo Pérez, en Tenerife, y, entre las compañías invitadas, Macbeth, de Verdi, con Muti y la compañía de La Scala en Barcelona, y tal vez Luisa Miller, también de Verdi, con Lorin Maazel y su orquesta bávara, en Valencia.
Del panorama internacional quedan en el recuerdo las direcciones de Claudio Abbado en un escalofriante Réquiem de Verdi, en Berlín, con la Filarmónica de Berlín y nuestro Orfeón Donostiarra, y en un luminoso Falstaff en Salzburgo. Es también reseñable la recuperación en Berlín de la ópera prohibida por el nazismo Der ferne Klang, de Franz Schreker, con direcciones musical y escénica de Michael Gielen y Peter Mussbach, respectivamente. El último año de Mortier en Salzburgo dejó en el lado de las audacias una impagable Ariadne auf Naxos, de Strauss, con un trío femenino de los que cortan la respiración -Natalie Dessay, Susan Graham y Deborah Polaski- y una estética tan personal como la de Anna Viebrock; en el corte de espectáculos más sosegados escénicamente está en primera línea Don Carlo, de Verdi, en la versión de Maazel y Wernicke, con Borodina, Hampson, Furlanetto o Shicoff, entre otros.
Luc Bondy y Daniel Harding
formaron un estupendo tándem para La vuelta de tuerca, de Britten, en Aix-en-Provence. La bomba veraniega saltó, en cualquier caso, en Pesaro, con tres estéticas tan dispares como las de Dario Fo, Luca Ronconi y Pier Luigi Pizzi, para tres óperas de Rossini, con unos cantantes de primera, desde Juan Diego Flórez hasta Daniela Barcellona. Multiplicándose a lo largo del año, La Scala hizo un gran despliegue verdiano, con Ricardo Muti como sacerdote principal de la causa. Una de las óperas menos conocidas, la juvenil Un giorno di regno, llegó incluso a A Coruña, de la mano de Pizzi. Con Verdi verdaderamente el arte no tiene fronteras.
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