Cazar en España
'Existe una sola forma
de ver las cosas,
que consiste en verlas en su totalidad'
J. Ruskin
Si sumamos todos los disparos que pretenden frenar una vida animal en este país y los dividimos por las jornadas en las que se practica la caza legalmente, nos encontraríamos con una cifra colosal. Algo más de 250 millones de cartuchos explotan, unos seis por segundo, a lo largo de las casi 50 jornadas en las que resulta posible hacerlo. Sólo poco más de un 10% hacen que algún animal tropiece con su fin. Pero al final de la temporada habrán sido abatidos unos 30 millones de piezas. Un muestrario que incluye desde ciervos a jilgueros. Ése es el final, pero, como sucede con casi todo, son largas y profundas las raíces, el presente y las secuelas de la caza. Una actividad que resulta por completo crucial para el medio rural, que puede mejorar en apreciación por parte de la sociedad y que al mismo tiempo resulta inseparable de la correcta gestión de nuestros mejores paisajes. Comienzo por lo que fácilmente puede corregirse.
Porque un año más quedarán sembradas por nuestros campos, bosques y ríos unas 5.000 toneladas de plomo, uno de los metales pesados menos inocentes que conocemos y que tardarán en desaparecer algunos siglos. Todavía es bastante la basura convencional que al paso de algunos cazadores queda sembrada sobre la belleza espontánea de lugares recónditos.
Si, por aquello de dejarnos una vez más confundir por las cifras, que, por cierto, siempre acaban mintiendo más que las palabras, calculamos la relación entre el número de cazadores -en torno al millón- y las piezas abatidas, nos encontraríamos de nuevo con la consumada desigualdad. Porque apenas tocarían a una pieza por jornada hábil y cazador, cuando de todos es sabido que algunos cazan hasta varios centenares de animales al año.
Hay otras muchas cifras generadas por la caza que coquetean con lo fantástico. Es el deporte que a más gente moviliza. Del que dependen más economías modestas. También son complemento de algunas de las más opulentas del país, al parecer, con demasiado dinero opaco en movimiento -puede que más de un billón de pesetas-, más casi otros 500.000 millones, del que todos nos beneficiamos al gozar de transparencia fiscal.
En euros, las cifras también empapan.
Al mismo tiempo, nada afecta a más territorio que este perseguir a los animales. Se estima que se puede practicar la caza sobre cerca del 85% del país. Con la desgracia de que en muchos ámbitos, casi siempre los mejores, han crecido miles de kilómetros de mallas verticales, que los compartimentan, afean y empeoran.
La caza crea adeptos entregados con un grado de entusiasmo bastante más alto, y a veces descontrolado, que el potenciado por los deportes espectáculo.
Pero es que al mismo tiempo la caza implica la gestión de amplísimos predios, en los que convive con todas las actividades del sector primario, es decir, agricultura, ganadería y selvicultura. Pero, como al mismo tiempo son cada día más las extensiones dedicadas exclusivamente a la práctica cinegética, todo ello convierte a la misma en uno de los factores claves para muchos más que los directamente implicados. Sobre todo porque en la actualidad no se puede plantear ninguna estrategia de continuidad de los procesos esenciales para la renovación de la vida espontánea sin tener en consideración a la caza. Ésta supone también uno de los factores decisivos en la conservación no sólo de las especies que pueden ser abatidas, sino también de todas las demás. No hay posibilidad alguna de sostenibilidad en el sector más crucial para la misma sin una profunda rectificación en los usos y maneras de los actuales aprovechamientos cinegéticos. De ahí que a los otros centenares de olvidos y minimizaciones del señor Matas, en su borrador de estrategia española de desarrollo sostenible, se una el hecho de que en el mismo no aparezca por esquina alguna la caza. Pocos instrumentos serían más eficaces para no seguir socavando nuestros recursos y productividad naturales que la implantación de las prácticas sostenibles en la caza. Que exige ya, y sin paliativos, la eficaz erradicación de los venenos, las prácticas forestales agresivas, las formas de contaminación difusa de la agricultura y la regeneración del ciclo hidrológico...
Eso, por fuera. Porque desde dentro su práctica no puede resultar más farragosa desde los presupuestos legales. Porque supone, al mismo tiempo, la privatización de un patrimonio común, único, en muchos casos de incalculable valor y sumamente frágil. Porque los animales a nadie pertenecen hasta que están muertos y, por tanto, son de todos los ciudadanos de este país mientras viven.
A todo lo complejo hasta ahora citado se ha sumado el despropósito de que los políticos aborrezcan la necesaria coordinación en las cuestiones más obviamente comunes. Diecisiete normativas, a veces asombrosamente diferentes, consiguen negar lo que pretendían afirmar. Caos y caza hagan migas, pero no las excelentes que suelen almorzar los implicados. Además, la caza es una de las primeras víctimas de la prisa.
Esta decana actividad humana es hoy una más de las vapuleadas por la urgencia de resultados inmediatos. En lugar de dejar que la más vieja de las artesanías, la propia vida, alcance la renovación a partir de la estabilidad de sus fuentes de creatividad, es decir, los paisajes íntegros, se procede a la producción industrial. A criar a los animales cinegéticos en granjas y al por mayor quitándoles su más crucial esencia, esa que comparten con la naturaleza en su conjunto. Me refiero a buscar el máximo grado de eficacia, en este caso de libertad, de capacidad de huida, de buena forma física, de rebeldía ante esa demasiado eficaz muerte que mana de las escopetas.
La caza tiene sentido cuando se abate a un ser nacido libre. Pero hoy, buena parte de los animales cazados nacieron en incubadoras, crecieron encarcelados y murieron en su primer día de libertad. El verdadero cazador debe exigir autenticidad y transparencia en lugar de torpe ganadería para hacer fácil puntería.
Sumemos los ámbitos cercados, la reducción de la multiplicidad vital en aras del fomento de presas, las ridículas comodidades que ya resultan inseparables de buena parte de las monterías u ojeos, y llegaremos a la conclusión de que la caza agoniza sólo un poco menos que el lince o el águila imperial. Y, sin duda, no es una coincidencia.
Con todo, hay tiempo, lugar y antídoto para la rectificación.
Ya es clamor que los cazadores, los biólogos, los defensores de la naturaleza, han comenzado a trabajar en mucha mayor sintonía para superar los descritos despropósitos.
Todo comienza con un respeto, no táctico, entre los implicados. El ecologista y el cazador, el científico y el ganadero, el propietario y el arrendatario, el político y el legislador tienen en este campo anchísimos intereses comunes, avenidas para el encuentro y el diálogo. La franja de conflicto es o debería ser literalmente raquítica.
La búsqueda de coherencia beneficia a todos. Desde el que fabrica los proyectiles hasta esos paisajes y procesos vitales que logran el fruto que pretende cosechar el cazador, es decir, los animales. La mirada panorámica, al estilo de la cita de Ruskin que encabeza esta tribuna, es la primera terapia para la enferma caza.
Pero acabamos de recibir la grata sorpresa de la presentación en sociedad de un fármaco realmente esperanzador. De momento es casi sólo teórico, pero avanza a buen ritmo la puesta en práctica en lugares muy significativos de la España cinegética. Me refiero al libro Buenas prácticas cinegéticas, dirigido por la abogada Cristina Álvarez, asesorado por Mario Sáenz de Buruaga y patrocinado por la Fungesma.
Cuajado de creativos planteamientos, este documento puede ser perfectamente considerado como el principio de un espectacular cambio a mejor del mundo de la caza. Parte de la siempre relegada ampliación de nuestros conocimientos sobre la situación real de las dinámicas internas de lo espontáneo para su propia renovación. Por tanto, ecología, la científica, aplicada a una de sus mejores y plausibles aplicaciones. Continúa por identificar las agresiones más directas y, por tanto, subsanables a los intereses de los cazadores. Por cierto, que casi todas las agresiones al conjunto del derredor acaban incidiendo en el rendimiento cinegético. Explora las consecuencias de las malas gestiones, ya sea por la artificialización, el uso de venenos, el reticulado del paisaje, la incoherencia y disparidad legislativa. Apuesta por la integración de la caza al desarrollo rural con la casi primacía que le corresponde en casi un tercio del país. Insiste en que resulta especialmente coherente incrementar el conocimiento que los cazadores tienen de su primera materia prima. Que no son las piezas, sino lo que las pone a su disposición, es decir, el entorno natural.
El verdadero hito de esta propuesta, en cualquier caso, pasa por la puesta en práctica de una exigencia de rigor por parte de los cazadores. Y que se parece mucho a cualquiera de las otras formas que en nuestra sociedad suponen los certificados de autenticidad, calidad y expectativas futuras.
Las satisfacciones y los rendimientos ligados a la caza pueden incrementarse y quedar garantizados si se generalizan los certificados de calidad, que se corresponderían precisamente por la minimización de los impactos ambientales relacionados con la misma, una nueva fiscalidad, la coordinación de las normativas y la incorporación de los máximos de deportividad en su práctica concreta. En suma, darle prioridad a lo auténtico y muy pocas oportunidades a lo falso y enfermo. Porque no se puede seguir olvidando que la caza trabaja con y en medio de la vida.
Joaquín Araújo es escritor y Premio Global 500 de la ONU.
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