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Columna
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Infancia

Teníamos unos vagos familiares en un pueblecito de Huelva al que regresábamos todos los veranos y fiestas de guardar. La vida rural está hecha para los niños, a los que no arredra la falta de oportunidades: aquellas cuatro calles, la iglesia, los bosques de chopos que comenzaban más allá del cementerio poseían el exacto tamaño del universo, y nos bastaba con la inmensidad que podía hallarse en el interior de una tahona entre el calor y la agradable asfixia de la levadura. Somos los mismos niños que vestían pantalones cortos y corrían por los patios de los colegios, pero más crueles, amargos, desesperanzados: es lo que pensaban Rousseau y aquellos pintores del siglo XVIII que retrataban niños con peluca dando de comer a los pájaros, seres inocentes y bellos que no conocían las áridas asignaturas de la madurez. Nada hay en nuestra vida, en nuestra esperanza o memoria que no estuviera ya encapsulado en los primeros años, y la existencia adulta no parece más que el lento desenrollar de un papel que figuraba en nuestra alma plegado y lleno de dobleces. Esta tarde paseo por la Plaza de San Francisco de Sevilla y me detengo a mirar los puestos de figurillas para belenes. No soy yo, sino el niño que ha envejecido entre mis rodillas quien se maravilla ante las pulcras formaciones de legionarios romanos, las barbas de Herodes y el boato asiático del rey Melchor. Me detengo ante los pastores, las bestias, los montes de corcho y los ángeles, espío a la Sagrada Familia desde una abertura del portal, que también aprovecha para crecer el tronco de una parra. En aquel pueblo de mi niñez, había una vecina que tenía un belén inmenso, todo un territorio que abarcaba parte de su salón y que habitaban judíos de barro, pequeñas criaturas con turbante que habían sido mineralizadas en la pose de conducir ovejas, sacar agua del pozo o acuclillarse para evacuar. Desde entonces, todos los belenes son ecos, sucedáneos o repeticiones de ese belén primordial, de ese trozo de Palestina encastrado en el salón de una mujer vieja, que yo miraba deslumbrado sin atreverme a tocar.

El arte del belén tiene algo de infantil: son los niños los que se detienen sobre todo delante de los expositores en la plaza por la que paseo hoy, y el paciente montaje de edificios y cordilleras, la preparación de la cuna del bebé y la disposición de las tropas romanas nos recuerda a los juegos de antaño. El cristianismo aprecia las imágenes, porque no en vano fue inventado como religión por los griegos, que sólo sabían ver: las iglesias, los devocionarios, los altares están llenos de muñecos de madera y barro, que las viejas, regresando a una infancia nunca apagada del todo, visten y desvisten como a sus antiguas mascotas de cartón. En el fondo, estos San José y Baltasar y San Gabriel que pululan hoy por una geografía de corcho son hermanos pequeños de esos maniquíes ensangrentados que pasean en Semana Santa, y la admiración que despiertan entre los niños los molinos y los palacios no se encuentra lejos de la devoción a cristos y vírgenes que se desata en nuestras fiestas mayores: será porque los juguetes a los que dormíamos abrazados después de que mamá nos diera un beso de buenas noches nunca se abandonan del todo.

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