Plan de autosuficiencia
Los estrategas de ACNUR han visto en los campos de refugiados del norte de Uganda un modelo que se intentará exportar a otras regiones de África. Campos sin alambradas, cohabitación de refugiados y locales... se ven como la llave para que estas personas no dependan más de la caridad y, de paso, revigoricen el área del país en el que se refugian. Una estrategia para los campos de larga duración que se podría aplicar en Etiopía, Zambia o Tanzania.
La guerra entre el arabista y musulmán Gobierno de Jartum y el cristiano y de cultura negra Ejército de Liberación del Pueblo Sudanés (ELPS) está viva desde hace casi ya dos décadas. El ELPS controla casi todo el sur de este enorme país, pero el Gobierno de Jartum bombardea e incluso lleva a cabo levas forzosas en esas zonas. Como consecuencia de todo esto, decenas de miles de sudaneses decidieron dejarlo todo y exiliarse para salvar sus vidas. En 1999, según datos de Naciones Unidas, cerca de medio millón de sudaneses sobrevivía en campos de refugiados situados en países que no eran el suyo.
La zona norte de Uganda, en concreto el distrito de Arúa, acogió en agosto de 1993 a un verdadero aluvión de personas que huía de Sudán. Entre 1994 y principios de 1995, cerca de 100.000 sudaneses se instalaron en la zona fronteriza de Koboko. El daño que provocaron al medio ambiente de la zona fue brutal, pero ése no fue el único quebranto. Desde 1996 y hasta marzo de 1997, los campos de refugiados sufrieron numerosos ataques guerrilleros.
Muchos regresaron a Sudán, ya que en el extranjero eran tan vulnerables como en su país, y otros fueron trasladados a los campos de Rhino Camp o Imvepi. Estos campos no tienen alambradas. Son zonas abiertas, en las que conviven ugandeses y refugiados. La historia y las afinidades culturales y étnicas ignoradas por el dibujo poscolonial de las fronteras lo hacen posible.
Además, el distrito de Arúa sufrió las represalias de sus propios compatriotas a finales de los años setenta. Y es que el dictador y asesino de masas Idi Amín Dadá, que gobernó y aterrorizó al país de 1971 a 1979, nació en Arúa. La venganza sobre el monstruo se extendió a su región natal. Así, muchos de los habitantes de Arúa se tuvieron que exiliar durante casi una década en Sudán o la República Democrática del Congo para salvar el pellejo.
Ese vínculo sigue vivo y una zona tan degradada como Arúa, con apenas cuatro horas de luz eléctrica al día, acoge a decenas de miles de sudaneses. Sin alambradas. Desde ACNUR se quiere aprovechar esta situación de fraternidad para impulsar programas que beneficien a refugiados y locales y, sobre todo, que se avance en la autosuficiencia de estas personas. El conflicto de Sudán parece lejos de solucionarse y las organizaciones humanitarias tienen cada vez más frentes que atender en el mundo y, tristemente, menos dinero para hacer su labor.
El plan de autosuficiencia se empezó a aplicar en 1999 y se diseñó para que en el año 2003 o 2004 los refugiados sean capaces de autoabastecerse de lo esencial, al menos. Cada inmigrante recibe 0,2 o 0,3 hectáreas de terreno. ACNUR y las agencias que ejecutan sobre el terreno los planes intentan que con esas tierras cedidas los refugiados logren salir del pozo de la subsistencia y crezcan.
La primera medida ha sido rebajar las raciones de comida gratuitas, pero los obstáculos culturales y los legales (el Gobierno de Uganda se resiste a aprobar el plan) son muchos. Parece la única solución para el futuro de decenas de miles de personas, entrampados en un conflicto largo y en un mundo en el que acordarse del otro es cada vez más infrecuente.
El fin de la caridad
El gambiano Saihou Saidi sabe que es él quien tiene la pelota en su tejado. Como representante de ACNUR en Uganda, su trabajo pasa por arrancar un compromiso al Gobierno ugandés que asegure que no se cambiará de política sobre los refugiados de Arúa. Los campos de ruandeses y congoleños del sur de Uganda sí tienen alambradas. La ayuda internacional para los campos de Arúa ha cristalizado en escuelas, sanatorios y carreteras de las que se benefician tanto los desplazados como los ugandeses que, en muchos casos, se han establecido en la zona por los beneficios traídos por el dinero extranjero. Pero la Constitución de 1995 y la ley de propiedad privada de 1998 -sistema británico, sin reglamento e interpretada por casos concretos-, arrojan incertidumbre sobre el futuro. El Gobierno central debe ahora negociar con las autoridades del distrito y con los clanes sobre los terrenos cedidos. No hay jurisprudencia. Todo está en el aire. Incluida la tentación de expulsar al extranjero y quedarse con las infraestructuras. La ayuda exterior supone para Uganda casi la mitad del Producto Interior Bruto del país. Saidi quiere ahora que se den cuenta de que la caridad no es gratis y, sobre todo, que se puede acabar.
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