Pinter dirige a Pinter
Uno. Londres, 7.30 p.m. Enorme expectación ante el nuevo montaje de No man's land, de Harold Pinter, en el Lyttelton, la 'sala italiana' del National Theatre. Expectación muy comprensible: por la magnitud de la pieza, por la cabecera de cartel (el mano a mano entre John Wood y Corin Redgrave), y porque el propio Pinter firma la puesta en escena. No man's land es una obra maestra, pero apenas se ha repuesto desde su estreno, dirigido por Sir Peter Hall, hará 25 años, quizá porque John Gielgud y Ralph Richardson pusieron el listón demasiado alto. En 1993, Pinter y Paul Eddington la interpretaron a las órdenes de David Leveaux, en el Almeida: nadie más se ha atrevido en el West End con la función, calificada de 'oscura y enigmática', cuando no la más 'difícil' de su autor. Su trama, en cuatro trazos: Hirst, un escritor de 'superlativo prestigio', invita a su mansión a Spooner, casi un vagabundo que se autopresenta como poeta y hombre de letras, al que ha conocido en un pub. Tras una ordalía alcohólica que acaba con el colapso de Hirst, el melifluo Spooner es encerrado en la casa por sus amenazadores sirvientes, Foster y Briggs. A la mañana siguiente, Hirst parece no reconocer a Spooner, pero de pronto le trata como a un viejo condiscípulo de Oxford. Por esa rendija inesperada se introduce desesperadamente el visitante, mientras Foster y Briggs cierran filas para restablecer el orden.
La misteriosa identidad de Spooner suscitó, en 1975, interpretaciones surreales. Para muchos críticos y estudiosos de Pinter, todo 'sucedía' en el interior de la cabeza de Hirst, de modo que Spooner era, a elegir, su álter ego, la voz de su conciencia, o lo que Hirst habría sido de no tener éxito. Sin despejar su misterio esencial, Pinter ha iluminado en su montaje las zonas más oscuras del texto: sigue teniendo la nitidez alucinatoria de un sueño, pero todo lo que vemos es 'real', de una concreción absoluta. En sus manos, No man's land no es un auto sacramental onírico, sino una comedia sombría e inquietante sobre la decadencia, el aislamiento y la pérdida de identidad, sacudida, a partes iguales, por un lirismo acre y un humor salvaje e imprevisible.
Dos. La primera vez que la leí tuve la sensación de que el gran protagonista era Hirst: el escritor con la mente rota y la mano muerta, encerrado en su propio mausoleo. Error: es una obra sobre dos escritores. Hirst encarna la peor pesadilla de todo creador: vivir, con la memoria agujereada, en un limbo que tiene la forma de una página en blanco. Spooner, su antítesis, sobrevive convirtiendo su propia existencia en narración, entrando en todas las ficciones que haga falta, mudando de personaje como de piel. En otras palabras: el escritor como camaleón frente al escritor como estatua. En el montaje que acaba de presentarse en el Lyttelton, el Hirst de Corin Redgrave es un pelele trágico manejado por sus servidores; un Lear con los recuerdos despedazados y flotando en alcohol, que encuentra en Spooner a su inesperado bufón. Spooner es ahora el gran protagonista, el motor de la acción: un perdedor nato que se agarra a su último clavo ardiendo, con una energía y una vitalidad tamizadas por una dulce locura muy británica.
Spooner es John Wood, un monstruo sagrado y el actor preferido de Tom Stoppard, que hará un par de temporadas protagonizó su última obra, The Invention of Love. Gracias a él, todas nuestras simpatías están ahora con el personaje, al que interpreta como un super-Jeeves, con el perfil del viejo Auden (un dandi vestido como un clochard) y el estilo perifrástico y zumbón de Clare Quilty, el ángel negro de Lolita. A lo largo de sus monólogos, Spooner busca protección, y ofrece a Hirst la panoplia de sus vastos servicios. Puede ser secretario, compañero de juegos, colega literario y, por encima de todo, bufón; el bufón que le provoca, le aguijonea, le incita a resquebrajar su estatua. Wood y Redgrave están maravillosos en la escena en que Spooner 'entra' en la memoria de Hirst; una escena soberbia, que Pinter dirige casi como si se tratara de su sketch de los Monty Phyton, y en la que las ambigüedades se multiplican: imposible discernir si se trata, como parece, de un juego de bufón para avivar a Hirst o si, realmente, Spooner y su esposa fueron sus víctimas en el remotísimo pasado. En cuanto a los sirvientes, Danny Dyer presenta a Foster como un adolescente achulado y violento, con aire y maneras de chapero, que siente por Hirst un afecto de hijo incestuoso. Andy de la Tour es un Briggs maduro y lacónico, con el perfil de un sargento mayor, moviéndose como una mezcla de mayordomo y guardaespaldas: ambos parecen el lobo y el zorro de Pinocho habitando en un episodio de Los Vengadores. Tras los latigazos de humor, la congelación definitiva. Al final, de nada sirve la oferta, cada vez más desesperada, de Spooner: los cancerberos de Hirst son más poderosos, y el viejo monarca de Hampstead Head opta por su niebla, por permanecer para siempre en esa tierra de nadie. Cuesta creer que esta maravilla de invención, de gamas de lenguaje, de misterio y de ironía, nunca, que yo sepa, se haya representado en España.
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