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Capitalismo y Estado

'Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin...'.

Son palabras intensamente bellas y melancólicas, pero no sabríamos decir si Cervantes se detuvo a pensar en el declive de las 'cosas humanas'. ¿No hay cuesta arriba? ¿No hay círculos ni dientes de sierra? ¿Todo es un rodar cuesta abajo? ¿Es ésa la historia del capitalismo y la del Estado? Ambos morirán, aunque el primero lo hará mucho antes; además, al capitalismo se le pueden conjeturar, verosímilmente, varios sucesores. En cambio, al Estado no se le ven herederos plausibles. Creo que hoy, un Marx redivivo estaría de acuerdo con esto y se dedicaría a darle ideas a la socialdemocracia; pues a la postre, era admirador de la clase burguesa y del capitalismo. Lo primero que haría hoy Karl Marx, supongo, sería leer con fruición a los grandes enterradores del sistema triunfante y que de él han comido y bebido: Burnham, Schumpeter, Heilbroner, y en buena parte, si no en toda, el mismo Galbraith. Entre otros.

Acaso paradójicamente, el capitalismo liberal está en deuda impagable con un centralista con 'puntas y ribetes' de jacobino y que despreciaba a los mercaderes, a los financieros, a los fabricantes. Como hubiera despreciado a las ONG, de haber existido. Pero es que Thomas Hobbes le tenía inquina también a la Iglesia, a las universidades, a los gremios, a los clanes aristocráticos, a todo grupo y asociación. Poderes divididos, poderes destruidos. Uno no puede ir por la vida tropezando constantemente con esto, con lo otro y con lo de más allá. Hay que limpiar el patio social hasta que entre el individuo y el Estado no se interponga absolutamente nada. De modo que, aunque despreciable, el gran mercader que sólo pretende el beneficio propio, es mucho menos nocivo que el noble aferrado a multitud de lealtades. En su Leviatán, Hobbes no quiso crear un Estado totalitario sino al contrario: un marco legal e impersonal que permitiera el libre desarrollo del individuo. Así se abonó el terreno sobre el que florecería el capitalismo liberal; el cual, sin embargo, se sustentó cada vez más en un maridaje perverso con el Estado, una simbiosis más o menos hostil y con altibajos. En la primera mitad del siglo XX triunfan a la vez el capitalismo y su humanización por parte del Estado. Pero prevalece el espíritu del primero.

Es algo que el poder político no ha podido o querido evitar en parte alguna. Del abarraganamiento de esa pareja, poder político-poder económico, quien ha ocupado y ocupa el centro de la escena ha sido y es el primero. Todo el mundo conoce el nombre del presidente de EE UU y a poco que uno se descuide, cualquiera le soltará una lección sobre ese señor. Pero sólo los expertos y algunos lectores inveterados de prensa económica sabrán deciros el nombre del presidente de la General Motors. Sin ir más lejos, aquí en Valencia poca gente desconoce los nombres de Zaplana, Barberá, Lerma, Ciscar, Blasco... Pero pídale al ciudadano medio que le cite los de media docena de grandes empresarios locales y los más suspenderán este examen. ¿Se sigue de ello que el establecimiento político brilla más porque ostenta mayor poder? ¿No será que es el establecimiento económico el que realmente hace y deshace en este concubinato? Es el gran tema de nuestro tiempo, la era de la globalización; si bien Lenin ya planteó los rasgos esenciales del fenómeno en 1917. Más recientemente, autores del bando capitalista, aunque críticos con el sistema, han dicho que la globalización es un hecho de carácter meramente cuantitativo y que padecerá un repliegue antes de que el capitalismo, cediendo a presiones políticas y a su propia lógica interna, fallezca o se convierta en otra cosa. De ser correcto el precioso análisis de Robert Heilbroner, el capitalismo no sobrevivirá al siglo. Antes que Heilbroner, Schumpeter, enemigo implacable del socialismo, profetizaba no obstante, el triunfo final de éste como consecuencia del hundimiento del sistema capitalista. Pero no habrá utopía marxista, antes al contrario, será el Estado quien asumirá el poder, desembarazado al fin de su incómodo compañero de viaje desde los tiempos de Quesnay, Adam Smith y el resto de la tropa. ¿Y bien?

El Estado-nación, por supuesto, no ha desaparecido ni es un mero figurante en escena. Desde el atentado que destruyó las torres gemelas hemos asistido a una resurrección del keynesianismo, pero eso no debe hacernos olvidar el antes. Siendo el poder político -pese a sus contrastes y desavenencias- más homogéneo que el económico, puede regular, prohibir, intervenir o inhibirse a pleno descontento del poder económico. Que se lo pregunten a Microsoft, a Bertelsmann, a Volvo y Scania e incluso a las formidables farmacéuticas. La UE se dispone a integrar los flujos de capitales, por encima de los globalizadores, quienes a pesar de su innegable fortaleza, no podrían impedir un movimiento semejante a escala mundial. Motivos para la alarma los hay sobrados, pero el Estado-nación todavía tiene menos necesidad de los globalizadores que a la inversa. ¿Quiénes regulan el precio del petróleo? ¿Las multinacionales americanas y europeas o el nacionalismo islámico? Que los yacimientos de Alaska sean o no explotados depende del poder político del Gobierno Bush, no de la influencia de las petroleras, ni de otras, favorables u hostiles.

Sin embargo, las sociedades occidentales están todavía muy impregnadas de ese espíritu capitalista, por más que hace seis décadas Schumpeter ya detectara síntomas de esclerosis en el sistema y más que síntomas de desafección en la sociedad. (El capitalismo ha perdido... sin esperanza de retorno, parece ser, la adhesión de las masas). Heilbroner explicó luego, con mayor poder de convicción, las causas de este desvanecimiento paulatino del espíritu capitalista, que es decir del antiguo utilitarismo liberal. No tengo hoy espacio para exponerlas y Dios, el diablo o mi santa voluntad mediante, lo haré en otro artículo en el que abordaré también la plena materialización del Estado tecnocrático del clarividente Burnham. Pero tampoco será el fin de la historia.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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