Impresionistas, pero desiguales
Desde mediados de noviembre se muestra en el Museo de Bellas Artes de Bilbao la exposición titulada Mujeres impresionistas, con obras de cuatro artistas, Eva Gonzalès, Berthe Morisot, Mary Cassatt y Marie Bracquemond, con el añadido varias obras de otras dos mujeres, como son Jeanne Gonzalès y Edma Morisot, hermanas de dos de ellas.
A la confusión del montaje se suma la desigual calidad de las participantes. Hay una enorme distancia entre Mary Cassatt y Berthe Morisot y las demás. En cada una de las visitas a la exposición, a la salida reclamábamos el deseo imaginario de haber podido ver una muestra dedicada exclusivamente a esas dos pintoras.
Lo de menos es que Berthe Morisot deje al descubierto ciertos pasaje endeblesa a largo de su vida (1841-1895). Importa que es una pintora de gran temperamento. Ahí están sus primeras obras, ejecutadas bajo el influjo de Edouard Manet, quien fuera su cuñado. Más tarde, sin embargo, su raza de pintora le llevó a poseer un trazo vigoroso y muy personal. Corría la década de los ochenta del siglo XIX, y Berthe Morisot domina las pinceladas sueltas, a las que imprime una sensación vertiginosa, fugaz, como si su propósito mayor no fuera sino la incontenible búsqueda de lo inacabado.
En sus cuadros se palpa su admiración por ciertas atmósferas de Claude Monet. Luego, a partir de 1890, en los cinco años que le quedan de vida, se alza la mejor Berthe Morisot. Su pincelada se torna larga, donde los colores primearios y secundarios corren yuxtapuestos. Es tan expresiva que a lo mejor unos poco años después haya podido ser precursora del expresionismo y, al mismo tiempo, un buen ejemplo para dos de los artistas más significativos de ese movimiento, como lo fueron Ensor y Munch.
La contribución de Mary Cassatt es de excelente calidad. Aporta una serie de grabados donde pone de relieve su pericia en el dibujo. Dulzura delicada en las líneas netas, dotes de buena captadora de la realidad social de lo femenino, admiradora sin tapujos por las formas orientales, todo ello se refleja en esos grabados. Mas donde Mary Cassatt se revela como artista de excepción es en los óleos. En cuatro retratos, fechados en el espacio de dos años, entre 1879 y 1881, se vive un mundo de alta maestría. Sobre todo en los titulados, Retrato de Madame J y Lydia bordando en su bastidor. El haber elegido el fondo del cuadro primero es original y atrevido para la época. Como lo es el trazo y la concepción psicológica del personaje. El segundo cuadro es de una gran riqueza por los matices que muestra. En tanto que las pinceladas sueltas, vigorosas, del bastidor y el vestido de la protagonista del cuadro atraen por su espontaneidad e incabamiento, el rostro posee un una atracción especial, al estar fijado magistralmente el ensimismamiento del instante. Y por detrás, las delgadas líneas bermejas que definen parte de la cómoda se funden con los reflejos de luz de la cabeza y cara de la hermana de la pintora, modelo favorita de la artista estadounidense.
Completa Mary Cassatt su definitivo aporte con dos piezas pintadas en 1890 y 1896. En especial, la obra que pertenece al propio Museo de Bellas Artes de Bilbao. Se trata de Mujer sentada con un niño en brazos (1890). Ahí está la mejor Mary Cassatt. En esa obra esplendorosa, el niño cobra todo el protagonismo, tanto formal como psicológico. Cada pincelada está a su servicio, e incluso esas pinceladas trazadas como al desdén. Se palpa la sensación de felicidad, representada por el abandono de uno de sus brazos apoyado en el hombro seguro y amoroso de su madre. En ese brazo izquierdo y en el derecho, tan laxo como el otro, hay todo un compendio de lo que llamamos mundo de ensoñación infantil.
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