Tenerife, un continente en miniatura
Santa Cruz, La Laguna y el Teide, contrastes en la mayor de las islas Canarias
Tenerife es una isla que hay que recorrer andando en la medida en que se pueda. Son tantos los contrastes entre un lugar y otro que tiene uno la sensación de estar desplazándose por un continente en miniatura. Desde las soleadas playas del sur, donde se concentra la mayor oferta hotelera y casi todo el turismo, hasta los acantilados de Isla Baja o el valle de La Orotava, todo gira en torno al inmenso parque nacional del Teide.
Una amiga canaria, que se había prestado a hacer de guía, nos anunció que aquél iba a ser el primer destino de nuestra excursión. Habíamos salido de Santa Cruz en mangas de camisa. Un rato después nos tuvimos que poner los abrigos al detenernos en un bar de madera en el bosque. Allí nos reconfortaron con unos barraquitos tinerfeños, una mezcla de café, leche condensada y licor con canela y limón. Más tarde, siempre en ascenso, se puso a llover hasta que la lluvia se convirtió en niebla. Era una niebla tan espesa que los faros de la furgoneta se veían incapaces de penetrarla. Nadie que no hubiera subido con anterioridad al Teide podía sospechar que no tardaríamos en encontrarnos de nuevo bajo el sol, en un valle de rocas y arena llevada por el viento hasta allí desde el Sáhara. Y que de aquel lugar, como en una torre de Babel de roca y fuego, nacería una nueva montaña que a su vez hundiría su cima en otro mar de nubes más altas. De improviso desaparecieron los árboles y el paisaje se volvió desolado. Estábamos a dos mil metros de altura, pero la montaña parecía nacer allí, en las planicies pedregosas de otra montaña más grande y más antigua. Las laderas del Teide, de un azul agrisado, ascendían hasta ocultarse entre las nubes. La carretera serpenteaba a una altura imposible sobre el mar. Alguien, en la parte trasera de la furgoneta en la que viajábamos, dijo que una montaña tan grande no cabía en una isla. Ésa es la primera impresión que produce ascender al lugar más alto de España.
La carretera de ascenso al Teide serpenteaba a una altura imposible sobre el mar. Alguien en la parte trasera de la furgoneta dijo que una montaña tan grande no cabía en una isla
Desde el mirador del Pico del Inglés, por encima del mar de nubes que envolvía las montañas, se alcanzaba a ver la costa de Taganana y desde la carretera se disfrutaban espléndidas vistas sobre La Laguna y Santa Cruz
Treinta años atrás, provisto de una botella de coñá y una mochila llena de naranjas, había subido a pie hasta el cráter. Recordaba bien el frío terrible en el albergue libre, que me impidió dormir y me regaló el amanecer más impresionante que he disfrutado en la vida. Envuelto en una manta para protegerme de la nieve, vi salir el sol sobre un océano en calma. A mis pies estaba la isla entera, con todos sus pueblos y caminos, y sobre las aguas, las otras islas del archipiélago. Aquel día comprendí por qué las llamaban las Islas Afortunadas. Treinta años habían tenido que pasar para que volviera a subir al Teide, aunque ahora lo hacía en furgoneta y funicular.
Macaronesia
Pero no es este parque natural lo único que merece ser visitado. Baste con decir que casi la mitad del suelo isleño forma parte de algún espacio protegido. Tenerife está enclavada en el conjunto de archipiélagos -que comienza en las Azores, continúa en Madeira y llega hasta Cabo Verde pasando por las Canarias- conocido con el nombre de la Macaronesia, y que se ha convertido en uno de los últimos reductos paradisiacos del mundo.
El viaje en furgoneta nos deparaba más sorpresas. Tras cenar un contundente rancho canario, pasamos la noche en el parador situado al pie de las coladas más recientes, frente a los famosos Roques de García, que apuntan sus moles volcánicas hacia las estrellas. Por la mañana, el viento batía con fuerza la llanura por donde siglos atrás circularan los pastores guanches con su ganado. En la actualidad sólo lo hacen los lagartos y los erizos, pero la cañada entera está llena de retama, tajinaste o violetas del Teide que en primavera llenan de colorido el árido paisaje.
Descendimos por la carretera de curvas que lleva al Puerto de la Cruz, y de allí seguimos camino hacia La Laguna. Nuestra amiga canaria nos propuso una visita tan sorprendente como absolutamente recomendable: el mercado de la ciudad. Allí, entre puestos de exuberantes flores y verduras de un tamaño casi obsceno, pueden adquirirse los productos de la gastronomía isleña, siempre rica, pero que en los últimos años ha vivido un auge extraordinario. Desde los quesos, inolvidables, hasta las papas negras, que se hierven con sal gruesa y son un manjar de dioses. También se encuentran en el mercado preparados caseros de mojo y de almogrote, una pasta de queso, tomate y pimienta picona con ajo y aceite, que se extiende sobre tostadas. Resulta ideal para acompañar un buen vino tinto como el Cráter, bastante caro por cierto, o el correctísimo Viña Norte.
Cargados con todas las bolsas, regresamos a la furgoneta y emprendimos la última fase de nuestra excursión. Nos esperaba una nueva sorpresa por encima de las nubes. En el norte de la isla, en un lugar muy poco frecuentado por los foráneos -y por ello el último reducto de los aborígenes muchos años después de la conquista-, se extiende el macizo de Anaga, un conjunto de montañas y barrancos que guardan en sus cimas un auténtico tesoro botánico.
En la base, las laderas eran tan áridas que no invitaban a internarse por ellas. La carretera, bajo un sol de justicia, se deslizaba entre diques volcánicos cuajados de cactus y chumberas. Sin embargo, a medida que ascendíamos nos iba invadiendo la bruma y la vegetación se espesaba en los lindes. Al poco se puso a llover suavemente. Era la lluvia horizontal -casi siempre presente en lo alto de Anaga gracias a los vientos alisios-, que ha permitido la conservación milagrosa de la laurisilva, el bosque del Terciario que poblaba toda la cuenca mediterránea y que fuera barrido por las glaciaciones. Hasta hace poco sólo se podía circular por sus frondosas cumbres a lomos de burro, pero ahora las pistas que se han abierto sobre los antiguos senderos permiten internarse en esa selva sorprendente cubierta de musgo y helechos. Desde el mirador del Pico del Inglés, por encima del mar de nubes que se deslizaba suavemente y envolvía las montañas, se alcanzaba a ver la costa de Taganana, y desde la carretera, siempre tortuosa, se disfrutaban espléndidas vistas sobre La Laguna y Santa Cruz.
Arquitectura contemporánea
Cuando llegamos a la capital ya casi anochecía. La furgoneta cruzó esta ciudad que ha sabido aunar, junto a las avenidas o las pequeñas plazas llenas de casas coloniales, las apuestas más radicales de la arquitectura contemporánea. Prueba de ello son el Centro de Ferias y Congresos o el Auditorio, obras ambas de Santiago Calatrava. Sin embargo, nuestra abnegada guía quería enseñarnos otro lugar. Aparcamos junto a lo que en el pasado fue la refinería de petróleo, obligada a desplazarse a causa de la expansión del núcleo urbano. Allí, en el interior de uno de los tanques metálicos donde se almacenaba el crudo, el Cabildo ha habilitado un espacio cultural. Este viajero, propenso a la claustrofobia, aceptó entrar con una prevención que se le pasó de inmediato ante la magia de aquel lugar extraño. Grande como una catedral construida enteramente de hierro, el tanque acogía en aquel momento una de las muestras de la Bienal Internacional de Fotografía. Paseando por aquel recinto, que, de tan hermético y resonante, reproducía de forma paradójica el vacío del espacio exterior, pensé que era cierto que en Tenerife, esa isla perdida en el mar, se encuentra la esencia del mundo entero que la rodea.
- Pedro Zarraluki es autor de Para amantes y ladrones (Anagrama).
LA NOCHE DE SANTA CRUZ
SI EL VIAJERO, cansado de tantas nubes o deseoso de otras menos oxigenadas, desea tomarse una copa por la noche en Santa Cruz, tiene a su disposición diversos lugares. En plan tranquilo puede ir a Casa Parra (Pasaje Sitja, 19), un bar pequeño frecuentado por gente del mundo de la comunicación. A veces se organizan allí exposiciones y conciertos en vivo. Puede pasear también por la avenida de Anaga -llamada en broma el salsódromo debido a que por ella circulan los desfiles durante el carnaval santacrucero-, donde se agrupan la mayoría de los restaurantes y bares de la capital. Y adosado a la plaza de toros está el Místico, que ofrece desde una pista de baile muy animada hasta un tranquilo y agradable jardín. Si se busca un ambiente más canalla será necesario desplazarse a La Laguna, donde la oferta de locales nocturnos es inagotable, con un público en gran parte universitario.
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