Ordalías taurinas
No hay duda de que si el español es como dicen un pueblo castizo, parte de ese casticismo se debe al toro bravo. Durante siglos, el astado ha ocupado un lugar preferente en la mitología hispana, símbolo tanto de trapío como de potencia sexual (de un brebaje de criadillas de toro -la viagra de entonces- murió Fernando el Católico, un protomártir del sexo).
Pero hay más. El pueblo español, tan devoto, ha asociado el toro a la religión, asociación usual desde tiempos muy antiguos en toda la cuenca mediterránea. El morlaco, disfraz de los dioses, puede asimismo convertirse en ejecutor de sus designios, y ello tanto en época pagana como cristiana. No me refiero a incidentes fortuitos, sino a lances que podríamos calificar de ordalías (juicios de Dios) taurinas.
Cuentan viejas crónicas que Ataúlfo, obispo de Santiago, fue acusado de sodomía y traición. El rey Vermudo II el Gotoso, encolerizado, ordenó que un toro bravo diese muerte al felón (¿recuerdan Quo vadis?). Al llegar a Oviedo, Ataúlfo celebró misa como primera providencia. Después, sin presentarse ante el monarca, se dirigió intrépido al lugar donde el cornúpeta escarbaba el suelo entre espantables mugidos. Para pasmo de la concurrencia, el feroz animal inclinó mansamente su testuz ante el obispo, dejó en sus manos los cuernos y regresó mocho -y mohíno- a las breñas del monte. La cornamenta -señal de poderío- fue colocada en un altar en testimonio del milagro. El prelado, libre de cargos tan graves, murió prudentemente poco después.
Ésta es la primera ordalía taurina que conozco en España, aunque, si bien se repara, es la misma prueba por la que tuvieron que pasar Teseo en Creta o Jasón en su rescate del vellocino de oro. Pero no es la única. En el siglo XVI tuvo lugar otro juicio de Dios, esta vez en un coso de Sevilla. Refiere Martín de Roa que un 'mancebo rico y de buena suerte' que se había hecho jesuita fue expulsado de la Compañía por buscar 'entretenimientos ajenos de religión'. Mas Dios no permitió que su afrenta quedara impune. Durante unos juegos de cañas 'un toro suelto se desmandó', embistió al mancebo y, 'calándole el cuerno por debajo de la barba, rompió hasta los ojos; y de esta manera lo trajo en poco espacio por la plaza, haciendo muestra a todos de tan triste y doloroso espectáculo'. El castigo del joven alcanzó bíblicamente a la familia, pues un tío del desdichado 'murió de la misma manera que él, a los cuernos de un toro'. Escarmiento tremendo para aviso de incautos.
En esta concepción antiquísima, el enfrentamiento al toro supone un juicio de Dios: vence el virtuoso, sucumbe el pecador. Es una religiosidad que, por suerte, desapareció hace tiempo: la llamada fiesta nacional se hizo laica mucho antes que la nación.
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