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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Nada pasa que no haya sucedido

Más inquietante que cuantificar los beneficios de la industria de guerra en la Operación Libertad Duradera es la creación de tribunales militares resueltos a definir también el perfil del sospechoso internacional

El cine, vaya

Es del mayor interés -y que me perdone Víctor Erice- ver una película tan delicada como El espíritu de la colmena en una cadena de televisión generalista a las once de la noche de un día cualquiera. Primero porque, pese a todo, no hay troceamiento, por referirse a la mirada de carnicero de los programadores televisivos, que pueda arruinar del todo la virginidad militante de sus fotogramas. Pero también porque a la misma cadencia narrativa de esa inexcusable obra maestra le conviene confrontarse con la circunstancia atroz del sofá del salón comedor, antes mesa camilla. Aunque sólo sea para persuadirse de que la mirada de la entonces niña Ana Torrent, cuando comprende con los ojos alzados sobre el tazón de leche que su padre sabe de su ayuda a un maquis asesinado, no podrá ser borrada jamás de la retina del entendimiento por numerosa que sea la fragmentación de la experiencia.

La foto publicada

Habría que recurrir de nuevo a los cromos que mostraban los uniformes de los ejércitos del mundo para comprobar si esos desarrapados con turbante son, en efecto, tropas regulares del talibán en desbandada, pobres mortales. A uno de ellos le alcanza un tiro en la sien izquierda mientras trata de escapar por una ladera escarpada hasta desplomarse sobre un sendero todavía más inhóspito, ajeno en todo a la noción del árbol reiterado que señala los mojones del camino. Otro, en el trance de una idéntica senda de agonía, cae ante unos libertadores que le bajan los calzones antes de machacarle los huevos ya ensangrentados y de morir como un perro agarrotado mediante el fuego cruzado de unos fusiles cuya precisión se diría exagerada en relación con la postura inmóvil de la víctima. Estampa de sucesos que nos parecen próximos no sólo por la entelequia efímera de la imagen televisiva.

Dietarios en vena

Cuando alguien, aunque sea un maestro agrario como el solitario de Palafrugell, escribe un dietario extenso donde lleva la cuenta de los días, parece inevitable que se cuele en las jornadas más grises esa especie de cuenta de la abuela que carece de todo interés salvo para sus allegados y que definí hace unos días como bobadas. Es lo mismo que pasa con el de Amiel, o con los rudos pensamientos de Cioran si se leen de corrido, por no apelar a escrituras de más enjundia. Lo mismo exactamente (hay literatura más o menos de ficción que se diría dietario desganado) que ocurre con la obra mayor -en páginas- de James Joyce, que al obligarse a relatar lo que pasa por la conciencia del pobre Poldo Bloom durante un día -para el sufrido lector- interminable, no puede evitar ni el costumbrismo ni la juguetona bobada de desfaenado. Esto lo puede entender cualquiera. Pero escapa a mi comprensión que alguien se suba a la parra por tan bobas consideraciones.

Sorolla vuelve

Lo que sorprende en Sorolla es su resistencia a convertirse en un pintor serio y su habilidad para apropiarse del acabado de un impresionismo ajeno que alcanzó el éxito en pago a su apenas díscola osadía. Sus retratos son a menudo perfectos, pero no necesariamente buenos, aunque el pintor no se encontrara ahí en el terreno más de su gusto. No es desdeñable que su éxito como paisajista se debiera a otra habilidad notable, la de vender desde Madrid una imagen tierna y rotunda y playera de su terruño de origen. Eso lo hizo bien, y a media altura, como quien dice, por no decir a medio esfuerzo. Niños en bolas y mujeres con velos y bueyes barqueros con sus respectivos atributos. Nadie estaba haciendo eso con tanta dedicación, ni con tantas luces, así que triunfó también en Nueva York. Aunque esa temprana globalización del localismo apenas se distinga ahora de la universalidad de las figurillas porcelanosas de Lladró. Tan célebres, tan pertinaces.

Bienales, para qué os quiero

No es higiénico suponer lo que la animosa subsecretaria de Promoción Cultural habría hecho con Sorolla, caso de pillarlo en vida, aunque para hacerse una idea baste con echar una mirada benigna al careto de los plásticos que todavía figuran como palmeros de sus apasionados designios. Cosa distinta es rendir cuentas de una bienal fantasmática de la que la ciudad presuntamente beneficiada es que ni siquiera se ha enterado del asunto. Menos mal que el evento fue recogido por la prensa de Filipinas, aunque todavía no se haya detectado un proceso migratorio a la altura del acontecimiento. El estrafalario recuento del impacto mediático obtenido en ese capricho otoñal desdeña el desglose de gastos e ingresos. No menos de mil millones de pelas desperdiciados sin dejar huella.

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