Lisboa
Frente a la cafetería A Brasileira, en el Chiado de Lisboa, está la escultura de Pessoa sentado en la terraza como un cliente más entre la gente. A su lado en otra mesa hay ahora una bella mujer de mediana edad cuya mirada perdida denota una profunda desolación. Parece extranjera, tal vez inglesa y permanece tan inmóvil como el bronce del poeta. La observo desde un extremo de la terraza mientras escribo ante un campari bajo el sol de otoño. ¿A qué será debida la angustia que expresan sus ojos? Pienso en un verso de Pessoa: 'y lo que soy es un sueño que está triste'. Lisboa huele a confitería, a tienda de algodones, al agua blanda del Tajo. Su humedad dorada se eleva hasta los vericuetos de la Alfama donde las pequeñas droguerías, librerías de lance y puestos de salazones la condensan en otros variados aromas que son también vías del conocimiento. Al atravesar una trama sensitiva de sésamo y café torrefacto puede que, de pronto, se te revele una placa de la memoria y entonces te descubres en ese niño que está jugando en una plazoleta. Tal vez el perfume que libera una tabaquería, un taller de motocicletas o una carbonería te lleva a un amor que habías olvidado en un lugar igualmente perdido. Entre todos los olores de una ciudad hay uno que te pertenece sólo a ti, puesto que ha construido tu alma y aunque siempre es muy dulce, a veces también es mortal. Imagino que esta mujer inmóvil ha llegado sola a Lisboa. Si es una enamorada de Pessoa habrá visitado el café Martinho d'Arcada donde el poeta bebía el alcohol más rudo hasta extenuarse para dejar de ser el anónimo escribiente de un despacho comercial y soñarse un príncipe azul que viajaba de noche por la carretera de Sintra al volante de un Chevrolet y recibía al pasar el beso soplado de una niña que también lo soñaba. Puede que esta mujer solitaria haya paseado sin destino por las calles de Lisboa esta mañana y entre tantos aromas de especias, de repente, ha percibido el olor de un cuerpo desnudo y sudado, amorosamente cabrío, que emergía del fondo de la pensión donde vivió hace tiempo un gran amor con abundantes lágrimas. Como quien ha bebido un licor muy fuerte, cuyo beneficio los dioses conceden sólo a los elegidos, la mujer ha logrado volver sin acabar de destruirse a la terraza de A Brasileira y aquí ha quedado convertida en una estatua, junto a la de Pessoa, con los ojos llenos de melancolía. 'La realidad no me necesita'. Dentro de su propio bronce la mujer parece estar pensando en estas palabras del poeta.
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