Los yates de Barcelona
Después del susto de los temporales recientes, ayer se clausuró la 40ª edición del Salón Náutico Internacional de Barcelona, que, como siempre, ha estado ubicado en el recinto ferial de Montjuïc. Además, atracados en el Moll d'Espanya, se han podido observar directamente los barcos más espectaculares del salón, los de más de 17 metros de eslora. El caso es que yates, en Barcelona, hay todo el año, de todas las medidas y calidades. Mayoritariamente están atracados en el muelle de la Barceloneta y, más discretamente, al lado del de Gregal, a resguardo del dique de abrigo, en el Puerto Olímpico. Una exposición permanente, pues, todo un lujo. Si van a la Barceloneta, no se confundan. Lo que se encuentra en primer término, antes de llegar al edificio del Museo Nacional de Historia de Cataluña y los restaurantes, no son propiamente yates, yo diría que apenas son barcos, de tan amarrados a tierra, fijados, amordazados y domesticados como están. Son embarcaciones-discoteca como el Constancia, oliendo a charanga y desmadre. Allí no engañan a nadie. Un cartelón lo avisa: 'Para sus fiestas'. Y te abren directamente la bodega, que a la vista de los mirones del paseo, se convierte en una pista discotequera de lo más estándar. Con bola de reflejos plateados y todo. Nos preguntamos, en el fragor de la fiesta, qué diferencia habrá entre bailar allí y en un local de tierra firme si no son las vomitonas, probablemente más precoces y más abundantes. El Constancia cuida todos los detalles. Enarbola banderitas de Europa y de Cataluña y pabellón de España. Tiene unos salvavidas simbólicos y unos ojos de buey redondos o cuadrados, según la zona. Los tonos blancos y azules le dan un aire vagamente pescador y por lo menos es un barco, cosa que no sucede unos metros más adelante. Allí se encuentra una embarcación que durante el verano ha funcionado como bar de copas y restaurante regentado por los propietarios de Luz de Gas. En invierno, cerrado a cal y canto, parece más lo que es, una simple plataforma flotante. De hecho, las mesas para cenar incluso desbordan la propia cubierta y se extienden por el pequeño espacio de atraque. En verano, cuando funciona a tope, por lo menos, tienen el buen gusto de no poner de marineritos a los camareros, que van casi de diseño, serios, con sus polos de color azul y sus pantalones grises con dobladillo.
Los barcos más espectaculares del Salón Náutico se hallaban en Port Vell. Pero si uno no pensaba comprar, siempre podía dedicarse al 'voyeurismo'
El muelle del Depósito, tan festivo en la actualidad (quién se lo iba a decir), empalma directamente con el de la Barceloneta. Les recomendamos que se detengan un momento ante el cartelón que anuncia el Museo Nacional de Historia de Cataluña. Pueden convertirse en paparazzi por muy poco dinero con los catalejos de pago. Imagínense que son teleobjetivos y hacen un barrido por el muelle, un poco más adelante, donde sí están los yates. Podrán meterse dentro de los camarotes de decenas de ellos, de todas medidas, la mayoría apretujados y mudos, preparados para pasar el invierno. Los dorados, los barnices y sus propietarios al alcance de la mano. En cualquier caso, la disposición actual del muelle de la Barceloneta permite pasear y curiosear sin problema entre los yates atracados. Más que baranda, lo que hay es un espacio amplio, ideal para sentarse y mirar. Con el temporal de levante aún reciente, parecerá una provocación, pero, la verdad, a los mirones nos facilita mucho el trabajo. Siempre es muy distraído a causa de la promiscuidad a que se ven obligados los habitantes de los yates. Ya les hablamos en una crónica anterior de los barquitos resguardados en la escollera del Poblenou, mucho más pequeños y rudimentarios. Pero la tendencia es la misma. Yate rico, yate pobre, pero a la mínima, ante la falta de espacio, todo el mundo a cubierta, a tomar el sol. Siempre hay alguien, en verano más que en invierno, claro. E inevitablemente, a la vista de todo el mundo. Es la pequeña venganza de los más pobres, que no pueden dejar de admirar algunos prodigios con la boca abierta. Como cuando vimos abrirse las compuertas de un yatazo y salir un coche en marcha de sus entrañas. Era un soleado domingo por la mañana y casi hubo aplausos entre los mirones. Tenía tres pisos y era como un buque de la Trasmediterránea en pequeño. Dentro de la inmensa bodega se podían vislumbrar otro coche y un par de lanchas neumáticas. En verano, por esa zona, se encontraba uno, de nombre Riff-Raff, de pabellón italiano, con un cartel colgado de una cuerda que indicaba: 'En venta'. A su lado, y tendidos al viento en la misma cuerda, unos calzoncillos morados, que lo cortés no quita lo valiente. Ya no está.
Quizá hayan aprovechado el Salón Náutico para rematar la faena ya que dicho evento también ofrecía un mercado de ocasión del sector.
En el Moll d'Espanya estuvieron los barcos más espectaculares del Salón Náutico. Bonitas señoritas sonreían a los visitantes e incluso invitaban a subir a alguno de ellos para descubrir los paraísos interiores ocultos en sus cascos. Ahora bien, puestos a no poder comprarse uno ni un barquito de papel, lo más recomendable es la otra visita, la de los mirones, que por lo menos tiene más morbo.
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