_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El 20-N

El 20-N es un reliquia en franca decadencia. Los símbolos y las fechas mantienen vivo su significado mientras permanecen en la memoria de las personas, y cada año son menos los que rememoran lo acontecido ese día del mes de noviembre. Para mis hijos, que son mayorcitos, es una jornada más del calendario, e incluso para mis padres, que son mayores, la efemérides pasaría inadvertida de no ser por algunos acontecimientos ciertamente pintorescos. No se me ocurre un calificativo más piadoso para definir lo sucedido en Madrid el domingo pasado con motivo del 26º aniversario de la muerte de Francisco Franco.

Ese día tuvieron lugar dos concentraciones de signo contrario. En la primera, unos cientos de personas respondían en la plaza de Oriente a la convocatoria realizada por tres organizaciones de ultraderecha que se esfuerzan en exprimir los últimos jugos de la nostalgia. Allí estaba en su salsa el anciano líder de Fuerza Nueva, Blas Piñar, tratando de revivir viejos ímpetus. Los congregados, en su mayor parte, eran contemporáneos suyos que hoy inspiran más conmiseración que rechazo y sólo unos pocos muchachos engominados recordaban aquellos otros mozalbetes descerebrados de los años setenta que repartían palos a diestro y siniestro en nombre de Cristo Rey. En el acto del domingo no hubo, sin embargo, otra violencia que no fuera la estrictamente dialéctica, como fue el caso de don Blas llamando asesinos reclutados por Rusia a los brigadistas internacionales que recibieron un homenaje en la Asamblea de Madrid. Una representación, patética en definitiva, que a estas alturas no provoca otro trastorno social que el de ver tan clamorosamente ausente el más elemental sentido del ridículo. En cambio, la segunda manifestación resulta bastante más preocupante. Convocados por la llamada coordinadora antifascista, un variado mosaico de grupúsculos marginales se daban cita en Atocha en número de dos a tres mil jóvenes. El sentido del llamamiento resultaba tan confuso como el potaje de tendencias que conformaba la marcha. Encabezados por una gran pancarta con el abstracto lema 'Madrid anticapitalista y antiimperialista', caminaban anarquistas de convicción junto a otros de boquilla, radicales de izquierda junto a izquierdistas de salón, okupas junto a desocupados vocacionales y gente pacifica junto a pacifistas. Completaban el cuadro una nutrida representación de macarras de amplio espectro y otra igualmente numerosa de exportadores norteños de la kale borroka. Una mezcolanza en la que no existe un credo común ni tipo alguno de coherencia ideológica, doctrinal o formal. Tampoco comparten una causa concreta, y sólo el hambre de 'manifa' parece suficiente elemento de cohesión como para marchar codo con codo. Un auténtico derroche de rebeldía que se desperdicia vilmente en algaradas estériles, cuando hay un millón de causas sobradamente justas por las que merece la pena luchar a tumba abierta. Al final, esta ceremonia del despropósito completa su rito con la ya habitual actuación de la alegre muchachada del pasamontañas. En el más puro estilo abertzale, unos cuantos niñatos, que dudo sean capaces de discernir un texto de Carlos Marx de otro de José Antonio Primo de Rivera, comenzaron a tirar piedras, romper cristales y volcar contenedores. Quemaron también una bandera nacional mientras coreaban el 'vosotros, fascistas, sois los terroristas', ignorantes de que el fascismo consiste básicamente en la imposición por medio de la fuerza. La inmensa mayoría de los asistentes no participó de esas actitudes violentas, pero tampoco supo reaccionar contra la ya tradicional manipulación y capacidad provocadora de los profesionales de la algarada. Convertidos en actores forzosos del alboroto, hubieron de encajar la lluvia de palos de los antidisturbios que incitaron para ellos los sucesores del Cojo Manteca. Así fue conmemorado el 20-N en las calles de Madrid. Una fecha que han de manejar los historiadores, pero cuyo significado ha sido ya por fortuna felizmente superado. Sólo unos pocos nostálgicos mantienen su empeño en conmemorarla. Ellos y, paradójicamente, estos otros rebeldes sin causa que tan dócilmente se dejan manejar por los provocadores a sueldo o por quienes matan el tedio practicando la violencia por puro divertimento. Ni unos ni otros harán historia.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_