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Columna
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Más hijos

Según parece, tenemos pocos hijos y la situación dura ya muchos años, bastantes más de los convenientes para nuestro futuro. Si esto sigue así, dicen los expertos, cada vez seremos menos y encima nadie se ocupará de nosotros cuando lleguemos a viejos. Y no se consigue cambiar la tendencia por muchos incentivos que se pongan, leyes de protección a la familia o ayudas durante el embarazo. Cuando se empieza a proteger algo es que la cosa no marcha, como ocurre con las ballenas y otras especies en período de extinción. Mala cosa.

Además, cuando uno se acerca al tema casi siempre termina mareado o escandalizado. Por ejemplo, hace un par de años se publicaron unos datos que indicaban que teníamos 1,07 hijos por mujer fértil, cuando se necesitaban 2,2 para el reemplazo generacional. Pero el mayor susto venía con las diferencias, porque las analfabetas tenían 3,19 frente a las universitarias que sólo llegaban a un 0,72. Las católicas tenían 1,29 hijos y las no practicantes 1,01. Las amas de casa alcanzaban 1,97 en comparación con las asalariadas fijas que tenían 1,07. O sea, teníamos la cosa bastante resuelta con analfabetas, católicas y amas de casa, pero el futuro estaba negro con universitarias, no practicantes y asalariadas fijas. ¿Hay alguien que se lo crea? Se podría escribir toda una novela con estas diferencias, hasta se me ocurren títulos pero prefiero no meterme en más líos de los necesarios.

Me asusté mucho, hace algún tiempo, al escuchar a un alto cargo de una institución internacional, cuando repetía una y otra vez por todos los medios de comunicación que el mejor método anticonceptivo era la cultura. Se refería, por supuesto, al problema de la natalidad en el llamado tercer mundo. Y hasta entiendo lo que quería decir, pero aquello sonaba un poco a que la cultura nos hace estériles. Dura, muy dura la afirmación. Cada día hay más confusión en el tema de los hijos y en el tema de la cultura. Alguno de los dos conceptos, o quizá los dos, no está bien entendido en los tiempos actuales.

Menos mal que la publicidad nos ayuda a clarificar las ideas. Después de escuchar algún anuncio institucional a favor de la protección de la familia, aparece otro sobre planes de pensión donde un hijo, cuyo padre le acaba de negar algo, le recuerda mirándolo de reojo que llegará un día en que será viejo y dependerá de él. O una niña, asustada por una tormenta nocturna, se levanta de la cama y, cuando creemos que se va a meter en la habitación de sus padres, sigue de largo hasta el garaje para refugiarse en la seguridad y bienestar de un magnífico coche de marca. Nada tan eficaz como los incentivos a la natalidad.

El último elemento en esta sinfonía del despropósito son los inmigrantes. Los atraemos para que hagan los trabajos que no nos gustan. Con más frecuencia de la deseable, los explotamos y marginamos para atribuirles luego la delincuencia y la inseguridad. Y al mismo tiempo confiamos en que serán ellos los que aumenten la natalidad, que rompan la estrategia de reducción de población y que salven a este país. O sea, que se porten como patriotas, no sé si constitucionales o simplemente nacionalistas. Pero en cualquier caso, que hagan patria, vamos. ¿Se puede añadir algo más? Más hijos, por favor, pero un poco menos de cinismo.

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