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Columna
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Putas

Entre los numerosos y surtidos eufemismos creados por los precursores del lenguaje políticamente correcto para no llamar a las putas por su nombre, siempre me llamó la atención el que las hace mujeres de vida airada, porque hace referencia a una faceta poco difundida de su trabajo, la irritación, la cólera, el enfado que suele acompañar al ejercicio de una profesión rara vez elegida de forma libre y voluntaria, a la violencia que subyace tras las falsas sonrisas, máscaras y afeites.

Las personas decentes se esforzaron en la búsqueda de extraños sinónimos que sacaban a colación cuando el espinoso tema aparecía, rara vez, en medio de una conversación familiar, generalmente para referirse a la actividad sexual, ilícita aunque no necesariamente remunerada, de alguna vecina o conocida.

Entre las personas decentes, sobre todo entre los varones que de vez en cuando recurren a sus servicios, se justifica la existencia de la prostitución que ellos acreditan como el oficio más antiguo del mundo. Comprenden y toleran siempre que no se haga demasiado ostensible su presencia en la calle y en la conversación. No quieren verla, ni nombrarla, ya sabrán encontrarla y preguntar por ella si la requieren, pero reprueban el escándalo público, la exhibición impúdica y patética, el descaro tanto como el desvalimiento, el bochornoso espectáculo que sobre todo les abochorna a ellos.

Últimamente algunos caballeros bienpensantes y de buenas costumbres han mostrado su inquietud por la posible migración de las aves nocturnas e inmigrantes de la Casa de Campo para pasar el invierno al cobijo de la ciudad, por ejemplo en la Red de San Luis, que las atrapa en su zona al menos desde el siglo XVI, cuando campaba como señor del barrio un rico casanova de origen modenés propietario de casas y jardines en la calle del mismo nombre.

Como su tocayo y colega veneciano don Jacopo de Trenci-Gratiis, cultivó la seducción y el acoso, haciendo gala o no de su apellido, y pasó a la historia y al callejero colindante con el amable sobrenombre de Caballero de Gracia, pues, haciendo de la necesidad virtud, se convirtió en edad muy provecta, hizo penitencia, abjuró de sus errores y legó sus bienes a beneficio de aquellas mujeres a las que contribuyó a perder, de lo que da fe el oratorio de la calle hoy bautizada con su agraciado apodo.

Por aquellas fechas ya gozaba de justa fama cierto establecimiento lúdico de la cercana calle de la Ballesta, donde los caballeros, dice la tradición, se entretenían asaeteando a ballestazos lobos y jabalíes encadenados.

Cuenta la misma tradición, no muy fiable, que el propietario del local, un tudesco, sucumbió un día a las dentelladas de una de sus víctimas, y es que, puestos a crear tradición, no hay nada como un buen final con moraleja.

A partir de aquellas incidencias venatorias y venéreas procrearon en ésta y otras calles cercanas, como la de Tudescos o la desaparecida de Ceres, las casas de mala nota, burdeles, garitos y tugurios, que serían beneficiados por la apertura y fama de la Gran Vía y evolucionarían hacia la más solapada discreción en forma de barras americanas durante el hipócrita rearme moral de la dictadura franquista.

La prosperidad de un país puede medirse por la nacionalidad de las personas condenadas a ejercer los oficios más duros, los más sucios y peor pagados, cuando no los menesteres más viles y en las condiciones más indignas. Hoy son mayoría en Madrid las prostitutas extranjeras, muchas de ellas auténticas esclavas sexuales encadenadas por extorsiones, amenazas y engaños que a veces alcanzan lo siniestro y lo patético, rituales y hechizos de vudú o palizas y encierros.

Los ciudadanos respetuosos con la ley, el orden y las buenas costumbres no quieren verlo, ni oírlo, ni menos acordarse de aquello que dice uno de sus evangelios: 'Las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos'. Para apagar ese otro infierno no hay que barrer la prostitución de las calles, ni prohibirla; hay que luchar contra las causas que la generan, que son, entre otras, la pobreza, la humillación, el miedo y la ignorancia; las mismas, por cierto, que están en el origen de todas las guerras.

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