Palabras
En algún lugar he leído que Virgilio decía que con palabras se puede bajar la luna a la tierra. Las palabras nos permiten pensar, querer y soñar, con ellas somos listos o torpes, amorosos o violentos. El culto a las palabras nos define como racionales, y si se convierte en idolatría podemos caer en el fanatismo y en la locura. Pero sin palabras no seríamos humanos.
Nuestra relación con las palabras es especial. No sólo son instrumentos para entendernos y expresarnos, también proyectamos en ellas nuestra afectividad, les damos valores que no son suyos sino nuestros: las palabras feas no lo eran por lo que decían (siempre había otra, claro que más 'correcta', para lo mismo). Y ¿por qué una palabra es bonita? Hace poco, en una cadena de radio, se hizo una encuesta para averiguar cuáles eran las más hermosas palabras del español. Cito de memoria, pero la mayoría de los oyentes dijo amor, paz, alba, mar, amigo... Naturalmente, los significados de algunas son los responsables de tal hermosura: porque son hermosas las cosas que designan las palabras también han de serlo. Pero ¿se han fijado en la cantidad de palabras con a que figuran entre ese conjunto? También el mero sonido de la palabra puede hacer que nos enamoremos de ella, como aquel personaje de Casona que soñaba cada vez que oía ombú, sin saber en absoluto qué significaba.
Las palabras son también la marca de la tribu. Con algunas, aun en un mismo idioma, nos reconocemos como parte de una región, una comarca, una aldea. Las defendemos como marcas distintivas, como ¡ay! señas de identidad. Por eso algunos se sienten ofendidos y humillados si el gran libro de la lengua (el Diccionario) parece olvidarse de ellas. No se cae en la cuenta de lo que cualquier autor de diccionarios, en especial de una lengua tan extensa como el español, sabe: que todo Diccionario ha de ponerse unos límites y ser coherente en lo que acepta con ciertos principios de uso general y con una atención ponderada a los distintos territorios del idioma (nunca ocho millones de andaluces pesaremos más que el deefe mexicano, que, sólo él, nos triplica en población).
Pero las palabras también tienen mala prensa. ¿Cómo no van a tenerla, si con ellas se ataca, se humilla, se engaña? No son las culpables, pero sí el eslabón más fácil. Por eso la mal llamada corrección política, uno más de los múltiples ejercicios de hipocresía social, es un puro jugueteo con las palabras. Y ¿cómo no sentirse abrumado por las palabras cuando uno, humilde profesor universitario, se enfrenta en el preámbulo de la ley que el Gobierno quiere dejar como huella indeleble de su paso por la tierra con que la sociedad nos exige una formación permanente a lo largo de la vida (bien, vale), no sólo en el orden macroeconómico y estructural sino también como modo de autorrealización personal? La verdad, no sé qué hacer.
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