El cementerio helado
El Himalaya está sembrado de cadáveres que sirven a unos como efecto disuasorio para cambiar de ruta y a otros para hacer negocio
En un día claro en las proximidades de la arista que conduce a la cima tibetana del Everest, cualquier alpinista puede cruzarse con una docena larga de cadáveres. Los cuerpos tienen forma de sacos, de grandes bolsas de plástico. A veces asoma solo una bota o una mano enguantada. Cerca del segundo escalón, a 8.600 metros, reposan los cuerpos de tres alpinistas indios que en 1996 no sobrevivieron a una noche de frío extremo. Nadie quiere darse de bruces con ellos. Ferrán Latorre, un brillante alpinista catalán, confundió en 2000 al tétrico grupo con tres alpinistas españoles vivos, pero pegados unos a otros para darse calor mientras llegaba el amanecer. Esa misma primavera, otro montañero andorrano salvó la vida en el mismo lugar gracias a un cadáver. Después de renunciar a alcanzar la cima, este expedicionario se topó con un cuerpo abandonado, que no había visto cuando subía. Entendió que caminaba en la dirección equivocada, derecho hacia el desastre. Volvió sobre sus pasos, de noche todavía, pasó las dos horas más angustiosas de su existencia, pero salvó la vida.
La lógica indica que no merece la pena perder nuevas vidas en un rescate casi imposible
Mejor no preguntarse de dónde proceden esas botas que se venden a tan bajo precio
Una ley no escrita dice que las montañas deben convertirse en el sepulcro de los que allí perecen. Tal precepto vale sobre todo para las cumbres del Himalaya, donde los rescates casi siempre resultan tan complicados como arriesgados. 'A 8.000 metros avanzas a duras penas y tu capacidad de movimiento es muy limitada. Bajar un cadáver es, por lo tanto, una empresa arriesgadísima', explica Eduardo Martínez, monitor de la Federación Vasca de Montaña. Con todo, no siempre resulta evidente aceptar esta idea, especialmente para los familiares de los desaparecidos, los que viven sólo con una idea aproximada e imaginada del lugar que guarda el cuerpo de su ser querido. El ejemplo más reciente, la muerte de cinco alpinistas (tres navarros y dos guipuzcoanos) en el Pumori del Himalaya nepalí. Sólo la familia de uno de los cinco sepultados por el alud decidió dar por bueno el escenario donde descansará el cuerpo. El resto de las familias solicitó la ayuda de una expedición para recuperar los cadáveres de sus seres queridos, tarea rápidamente abandonada dado el grave peligro que las labores de búsqueda y recuperación de los fallecidos entrañaba para sherpas y expedicionarios. La lógica dice que no merece la pena perder nuevas vidas en la búsqueda de cadáveres. Pero la idea de no volver a ver a un ser querido, las dudas sobre su paradero y sobre su suerte pueden llegar a traumatizar a sus allegados. Y con razón. Abundan los casos de 'resurrecciones milagrosas', de alpinistas que regresan al mundo de los vivos contra todo pronóstico y razón. Pero son los menos.
Ahora está de moda la búsqueda de cadáveres y ninguna ha dado tanto que hablar como la del inglés George Mallory, visto en vida por última vez en 1924, a 8.500 metros, y hallado cadáver 75 años después, petrificado entre las rocas de la cara norte del Everest. Su cuerpo, hallado por una expedición norteamericana, fue enterrado allí mismo, a 8.300 metros, después de aligerarlo para estudiar sus pertenencias, cartas, gafas, navaja, cerillas, cuerda y otros enseres que el tiempo había respetado. El alpinista más carismático y transgresor de la historia, Reinhold Messner, perdió a su hermano en el Nanga Parbat, después de que ambos conquistaran la cima de su primer pico de más de ocho mil metros. El cadáver quedó sepultado entre toneladas de hielo. Reinhold asegura que allí, buscando a su hermano entre el caos helado 'conoció la locura'. No halló señal alguna de sus restos, pero recientemente pensó en organizar una expedición de búsqueda que ahora está entre paréntesis.
Pepe Garcés, uno de los montañeros españoles más populares, murió el pasado 12 de octubre tras sufrir un resbalón fatal mientras atravesaba una ladera del Dhaulagiri. El italiano Mario Merelli caminaba a su lado, pero ni siquiera advirtió la desaparición. Al llegar al campo de altura, le comunicaron lo sucedido y decidió acercarse hasta el lugar donde su compañero había resbalado fatalmente: 'Sólo pude ver un corte vertical de unos 300 metros. Al fondo había unas rocas y después continuaba la caída hasta donde se perdía la vista. Allí no había manera de buscar el cuerpo'.
Algunos alpinistas opinan que deberían evitarse escenas desagradables, trabajar para que los cuerpos desaparezcan de las rutas de ascenso a los picos. 'Si se limpia la montaña de botellas de oxígeno, tiendas, cuerdas y demás enseres que abandonamos los montañeros, también debería ser posible rescatar los cuerpos. O ciertos cuerpos. Con todo, lo habitual y posiblemente la mejor solución, es empujarlos al interior de una grieta. El glaciar se traga el cadáver y desaparece de la vista, pero no siempre se puede llevar a cabo esta operación', cuenta Eneko Pou, quien en 1999 perdió en el Annapurna a una compañera de expedición coreana y al sherpa que le acompañaba. Nunca se supo a ciencia cierta en qué circunstancias perecieron, nadie les vio y desde entonces ninguna expedición ha vuelto a conquistar el terrible Annapurna para hallar algún rastro de los desaparecidos.
Los cadáveres a la vista tienen un claro efecto disuasor para el alpinista. Algunos optan por darse media vuelta cuando se topan con una figura congelada, sentada en aparente estado de meditación. Otros, más fríos, se obligan a hacer un esfuerzo para relativizar el significado de tales escenas y seguir escalando sin impresionarse. Están también los que hacen negocio a costa de los fallecidos: muchos cadáveres quedan semidesnudos cuando personajes sin escrúpulos roban el carísimo material de montaña que los viste. En Namche Bazaar, la capital del pueblo sherpa, mejor no preguntarse de dónde proceden esas botas de altura a la venta a un precio sospechosamente económico.
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