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Columna
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De este mundo

Habla Abraham de Santa Clara de un niño que en el momento mismo de nacer tuvo tanto miedo, que huyó de vuelta al vientre materno. Furia y ruido hubo de percibir aquel niño entre el fogonazo de la luz -¿o nacemos ciegos?- y el aire nuevo que lo invadía. Fue un niño listo, dirán algunos, y por eso sirvió de ejemplo. Un niño que, ya de entrada, supo captar la naturaleza negativa de este mundo nuestro y su carácter desagradable e implacable. El ser para la muerte, que teorizó otro bonzo, o el no somos nada y cómo duele, tal que les asegurará cualquier transeúnte.

Sin embargo, tengo mis dudas de que aquel niño fuera tan listo y perspicaz y de que, en realidad, no fuera muy tonto. Recién expuesto, reaccionó a los embates del exterior como una vaca a un pinchazo en el lomo y dio un salto. En su caso hacia atrás. Luego cerró la puerta. En su oscura piscina, siguió flotando en ausencia de imágenes, incapaz como era de apropiárselas y jugar con ellas hasta las lágrimas. Si aquel niño tan tonto hubiera sido capaz de entrever en el fogonazo inicial -¿o nacemos ciegos?- el fulgor de unas candilejas, tal vez hubiera exclamado: ¡Macbeth, por favor! Sabría que en el palco le esperaban una capa, una copa y quizá una daga. Y que tendría que escribir su propia obra para la señora de los prismáticos, que no dejaba de observarlo.

'Disfrazada de verdad, la mentira resulta apabullante, pero no resiste el vagido de un niño'
'Nietzsche reaccionó contra su adorado Wagner porque no le gustó la respuesta de éste a la muerte de Dios'

Otro bonzo, el loco de Turín, afirmó que el ser humano era incapaz de soportar demasiada verdad. Lo supo por experiencia, y cuando se enfrentó a la triste verdad de un caballo, lo encontraron abrazado a su cuello y llorando desconsolado. Hermano sol, hermana luna, hermano caballo. Nietzsche reaccionó contra su adorado Wagner porque no le gustó la respuesta de éste a la muerte de Dios, Parsifal, una patochada seudoreligiosa llena de muchachas-flores y lanceros con faldas. Era la mentira de Wagner para poder soportar tanta verdad, algo que Nietzsche creo que no consiguió encontrar para sí mismo.

En el teatro wagneriano, la religión del Arte se le acababa convirtiendo en arte religioso con tufillo erótico. Ya la obra anterior, la tetralogía del Anillo, de la que tanto esperaba, lo decepcionó en gran medida. El nuevo público que iba a crear aquella obra monumental estaba formado por los nobles y potentados de siempre, que acudían a Bayreuth de festejo. Pero había algo nuevo allí. El Acontecimiento como pretexto excitante, y la duración de la tetralogía, que permitía pasar varios días entre querindongas y champán.

Era el precedente refinado de esos festivales veraniegos de rock de varios días, que transcurren entre sudor y refriegas. A Nietzsche aquello le disgustó. Se trataba de una vía falsa para la intensidad que él buscaba. ¿Sólo una píldora de teatro? ¿El drama como una yegua que paría una farsa? Puro fuego de artificio para una realidad plana que seguía su curso. Hacia el desastre.

¿Cuánta verdad podemos soportar? ¿Y cuando la mentira se viste de verdad y se vuelve igual de insoportable? Pues está claro que, podamos soportarla o no, los hombres estamos ansiosos de verdad, de que todo lo que pensamos, decimos o hacemos tenga el estatuto de la verdad. Podría hablarles del conflicto una vez más.

Pero prefiero hablarles del colorín dominical último de este periódico, en el que lucía su esplendor una señora francesa muy particular. Se llamaba Catherine M. -y pongan ustedes en el punto lo que quieran- y, si no entendí mal, la señora pretendía hacer arte de vanguardia. Ella se tiraba en los pasos de cebra como si fuera un felpudo y dejaba que se restregaran en ella, y no precisamente los pies, todos los camioneros que se apuntaran.

A ella le gustaba, pero además había un puntito de caridad en su entrega, pues así permitía que los camioneros se liberaran de su estrés. La deben de conocer por Madonna Cebriola o Nuestra Señora de los Trailers. Lo que no le gustaban eran los prolegómenos, las caricias, la conversación, la ternura, todo eso tan femenino. Nada de afectos, ella follaba con un regimiento y al día siguiente se iba a trabajar hecha una moto.

Pero había un señor en casa y, eso sí, la cama conyugal no había camionero que la pisara. ¿En qué quedamos? Lo que presentaba como una actividad transcendental no era más que una farsa de señora de casa, y entre el polvo de los camiones y el de la oficina, su auténtica verdad quedaba reducida a un prejuicio. Es lo que le quedará en cuanto se le seque el felpudo.

¿Es también lo que queda del arte de vanguardia? ¿La institución? Disfrazada de verdad, la mentira resulta apabullante, pero no resiste el vagido de un niño.

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