Sobredosis de nostalgia
Entre decepcionante y rebuscado, el nuevo espectáculo de Karine Saporta -ofrecido el jueves en el Teatro de Madrid, dentro del Festival de Otoño- es una especie de potaje nostálgico sin pies ni cabeza. Con mucho de esnobismo, pontificación y pretendida ilustración, la coreógrafa metió en la cazuela un cancionero de Jim Morrison, ropa del Rastro y desaliños a lo hippy; después puso a nueve artistas más o menos solventes a dar saltitos graciosos de aire camp con poses de meditación, signos de la victoria y ya está. Con muchísimos medios económicos, esta lujosa producción es un aparatoso fracaso tanto en lo artístico como en lo propiamente coréutico, hasta el punto de que frivoliza con escarnio moralizante sobre la década que supuestamente la inspira (1965-1975).
Karine Saporta, además de su agotamiento creativo, ni vio ni ha estudiado la estética escénica que tuvo uno de sus puntos álgidos en mayo de 1968 en París, tocado aquí de soslayo y como con vergüenza ajena. No hay desnudos, no hay sexo, la droga es apuntada por un vídeo documental de menos de un minuto y una loa mímica al canuto propia de estudiantes adolescentes en fin de curso festivo.
Babelia
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