Ciudadanas
Hace ya setenta años desde aquel primer octubre republicano cuando Clara Campoamor defendía el voto para las mujeres en las Cortes españolas. Setenta años de reconocimiento del derecho a ser formalmente ciudadanas, aunque ese derecho y la propia ciudadanía quedasen sepultados durante la larga noche del franquismo. La afirmación de la ciudadanía de las mujeres, su necesaria implicación en la toma de decisiones sobre todo lo que afectase a la vida de la comunidad, la convicción de que no habría democracia sin la plena incorporación de las mujeres, son algunos de los ejes que sustentaban el discurso de aquella inteligente diputada.
La defensa del tal derecho político llevaba a Clara Campoamor a afirmar, 'Yo, señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer', señalando así, tal vez sin quererlo, el antagonismo histórico habido entre el ser mujer y el ser miembro de pleno derecho de la comunidad, pero también el desgarro que se produce en las mujeres al aparecer formalmente disociado su supuesto 'ser' con su 'estar político', teniendo que anteponer lo uno a lo otro, como si ambos fuesen incompatibles. Las mujeres nunca estuvieron incluidas en aquella definición del hombre -léase varón-como ser político por naturaleza hecha por Aristóteles en los orígenes del pensamiento político occidental.
Han transcurrido setenta años desde que se pronunciase aquella frase, y, entre tanto, las mujeres han ido ocupando espacios públicos, políticos y sociales hasta hace poco vedados por las leyes escritas o por las que trazan las costumbres. La voz de las mujeres, su reflexión sobre el mundo, sus sentimientos, su experiencia han empezado, también, a modelar y configurar nuestra sociedad contemporánea. Sin embargo no ha terminado de integrarse adecuadamente el ser mujer y ciudadana, o lo que es lo mismo, ser mujer y, al mismo tiempo, sujeto político con plenas capacidades para decidir sobre su propia vida y, en la medida que le corresponda, sobre la de su comunidad.
Los recientes acontecimientos de la guerra en Afganistán han provocado el debate, aunque a veces ligado a otros intereses, sobre la situación de las mujeres en aquella zona del mundo. El silencio impuesto, la negación de su corporeidad, su pobreza, la tristeza de su rostro o el dolor de su mirada, sorprendidos, ante un familiar muerto son temas e imágenes habituales en estos momentos, y nos recuerdan que ser mujer en este comienzo del tercer milenio puede seguir siendo, en muchas partes del planeta, sinónimo de discriminación y de ausencia de libertad.
Aún perviven ciertos estereotipos o ideas preconcebidas como la de que los hombres son superiores a las mujeres, y que por ello les pertenecen ciertos espacios, determinados trabajos y profesiones, la política o el prestigio.
Existen resistencias explícitas o calladas a que las mujeres se incorporen a ámbitos que hasta ahora les pertenecían a los varones en exclusiva. Resistencias con grados diferentes, desde la sutil -perceptible en el control de posiciones, las estrategias laborales y políticas- hasta la violenta expresada en los malos tratos o en la negación institucionalizada de las mujeres que impide reconocer su identidad personal.
En tiempos de fuerte tensión social, de retroceso de las políticas democráticas y de avance de los fundamentalismos, el control y dominio sobre las mujeres, sobre su cuerpo, sobre su palabra, se convierten en uno de los primeros objetivos. Recordemos las violaciones masivas de las mujeres en las guerras, como la de los Balcanes, reconocidas como un arma de guerra más, o la imposición del velo o el castigo de muchas por hacer públicas sus opiniones y sentimientos por escrito.
También ciertas consecuencias de la globalización del mundo, como el aumento de la pobreza o el alejamiento de los ámbitos donde se toman las decisiones repercuten especialmente en las mujeres. Se feminiza la pobreza: en muchas zonas del mundo es muy elevado el número de mujeres que viven solas -ancianas, niñas, madres- con escasos recursos, encargadas de la subsistencia de su grupo familiar; se amplía el número de las llamadas 'mujeres sin techo'0 en Occidente, en los barrios marginales y en los centros de las ciudades, mujeres que sobreviven al margen del sistema.
No cabe duda de que en nuestra sociedad existen carencias de igualdad, trampas permanentes a lo universal democrático, imperfecciones crónicas, y a esto se le llama discriminación; y de que existen los atentados a la libertad de las mujeres, mantenimiento de su control síquico y social, y esto es una forma de violencia. La discriminación anula el principio de la igualdad y la violencia desmiente el principio de la libertad en nombre de la diferencia de los seres.
Porque ser mujer y ciudadana sigue siendo una asignatura pendiente, hoy se hace necesario adoptar nuevas visiones y nuevas formas de percepción que nos acerquen a la realidad de las mujeres, ser críticos con la sabiduría tradicional que no las reconoce y cambiar aquellas conductas e ideas recibidas que implican la desigualdad entre los géneros y la violencia.
Escuchemos la voz de las mujeres, las escritoras, las artistas, las intelectuales, las mujeres que sufren el exilio interior o exterior, las de las ciudades y los pueblos, las del Norte y las del Sur. Reconozcamos su voz, nuestra voz. Porque en esa afirmación las mujeres podemos imaginar, proponer, llevar a cabo y compartir, con decisión y sabiduría, una política a escala local y mundial que rompa los techos de cristal o acaso de plomo, y haga posible una sociedad más igualitaria y libre.
Hoy, setenta años después, tal vez a Clara Campoamor le gustaría decir me siento ciudadana, en femenino, y orgullosa de ser mujer.
Cándida Martínez López es Consejera de Educación
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