_
_
_
_

La guerra de los Ibrahim

El 11 de septiembre, a las nueve de la noche, en la pequeña aldea de Sabargán, 400 kilómetros al norte de Kabul, una vez acostados sus ocho hijos, Mohamed Ibrahim, de 65 años, y su esposa, Sajida, de 32, tomaban té y escuchaban la radio. Se habían casado cuando ella tenía 15 años y habían logrado sobrevivir a todas las guerras de Afganistán, aunque seis años atrás a Mohamed se le incrustó en la pierna la metralla de una bomba. Él era mecánico, y ella, maestra de la lengua pastún. Entre sorbos de té, a través de una emisora persa de la BBC, y por el único aparato de radio que los talibanes les habían tolerado en casa desde que conquistaron la región en 1996, escucharon que dos aviones comerciales habían segado las Torres Gemelas de Nueva York y uno se había estrellado contra el Pentágono en Washington.

'La casa ha quedado vacía. Todas han quedado vacías en la aldea. El único que permanece es el cuidador de la mezquita'

Ni Mohamed ni Sajida se imaginaban cómo sería un edificio de más de 100 pisos puestos uno sobre otro hasta alcanzar casi medio kilómetro de altura en dirección al cielo. Todos se mostraron tranquilos. Nadie corrió a comentar nada a casa de nadie. Ninguno de los mil vecinos de Sabargán podía entrever hasta qué punto aquellos pilotos suicidas habían transformado la vida de la aldea, su gente, sus herramientas y sus animales.

Pero el 7 de octubre, la noche en que los americanos infligieron los primeros bombardeos a los afganos, en Sabargán empezaron a entender algo sobre historia contemporánea. Dos días después, los talibanes llegaron a la tienda-taller de Mohamed Ibrahim y le quitaron las 12 motos que tenía en venta. Aquello era el golpe más profundo en las desgracias que los estudiantes del Corán habían ocasionado ya a la familia. Cuando arribaron al poder los talibanes prohibieron a las niñas acudir a clase. Hasta ese momento, entre aquellas montañas verdes, Sajida ganaba unas 2.500 pesetas al mes como maestra de la escuela mixta y el negocio del marido dejaba lo suficiente como para disfrutar de tocadiscos, televisión, radio y frigorífico. De teléfono sólo disponían los principales comercios y la oficina de correos. 'Y no habíamos visto uno de esos teléfonos sin cable hasta que llegamos aquí, hace diez días'. Sin embargo, la vida era apacible.

De pronto, los talibanes prohibieron la tele y el tocadiscos. Impusieron el burka. Y Sajida se quedó sin trabajo. Una mujer no podía ser maestra de hombres, según los talibanes. Pero su afán por los libros no lo perdió. Sajida le muestra al periodista un pequeño manual pastún de inglés para viajes y asegura que entiende algunas palabras al oírlas.

Sin parientes en PakistánA Mohamed le arrebataban ahora sus 12 motos, el capital de 60 años de trabajo. Después de mucho pensarlo acudió implorando al jefe local de los talibanes. 'Le dije que yo no tenía otra cosa que mi tienda, que era pobre, que me habían quitado lo poco que poseía'. El jefe se ablandó y le devolvió las motos. Pero Ibrahim y Sajida no lograban conciliar el sueño. 'Si las cosas se ponían peor, me las podrían robar de nuevo'. Para entonces, algunos vecinos ya se habían marchado de Sabargán. Algunos murieron y otros resultaron heridos. 'Yo no vi a ninguno caer. Pero oí de varios que cayeron. Y cada vez que los estadounidenses bombardeaban un aeropuerto que hay a cinco kilómetros de Sabargán, el suelo temblaba y el único cristal que quedaba en una ventana de la casa acabó rompiéndose. Así que decidimos vender las motos, el frigorífico, la alfombra y la radio. La mayoría de los que huyeron de la aldea tenían parientes en Pakistán. Nosotros, no. Pero pensamos que era un país muy parecido, que había muchos afganos aquí. La casa se ha quedado vacía, pero no nos preocupa. Todas se han quedado vacías. El único que queda en la aldea es el que cuida de la mezquita'.

Después de vender casi todos sus enseres empezó la historia, que al recordarla, en una pequeña habitación de la ciudad fronteriza de Queta, en el mismo lugar donde ahora rezan, comen y duermen los diez, hará llorar a la familia.

En las mismas y peores circunstancias que Mohamed han llegado miles de refugiados a Pakistán desde el 11-S. El Gobierno paquistaní estima que desde aquel día han entrado ilegalmente 75.000, que se suman a los dos millones y medio que han ido llegando desde 1979, año en que Afganistán se sumergió y le sumergieron en una carrera imparable de guerras. El alto Comisionado para Refugiados de la ONU cree, sin embargo, que no son 75.000, sino 135.000 los que han cruzado la frontera desde el 11-S.

En cualquier caso, aun con las estimaciones paquistaníes, la cifra de gente llegada supondría el equivalente en España a 2.500 pateras con 30 inmigrantes cada una. Todo ello en menos de dos meses y en un país donde al menos 34 de los 137 millones de habitantes pasa el día con menos de 180 pesetas, lo que oficialmente se califica de pobre.

El belga Peter Boucaert, responsable en Queta de Human Rights Watch, con una reputada experiencia en ayuda humanitaria, señala: 'Pakistán tiene que abrir las puertas a todos los refugiados, de acuerdo. Pero los demás países tendremos que ayudarle a pagar la factura'.

Estados Unidos ya ha empezado. El miércoles se comprometió a ayudar a Pakistán con 13.000 millones de pesetas. Pero hasta el momento los que han pagado la factura más alta son los propios refugiados, que llegan sin tierras, sin apenas ahorros y sin trabajo.

Cuatro días de fugaLa familia de Mohamed logró contactar al conductor de un todoterreno que por unas 90.000 pesetas los trajo a la frontera, 1.200 kilómetros al sur de Sabargán. 'En aquel vehículo íbamos unas 20 personas. El viaje duró cuatro días. Pasamos dos noches en Kabul despidiéndonos de mi padre y de mi madre, que tienen 90 y 96 años. A menudo me acuerdo de ellos. Los de Sajida tienen 80 y 85. No sabemos si tendrán comida, si les habrá ocurrido algo, si pasan mucho miedo durante los bombardeos. No sé nada ni de ellos, ni de mi hermano, ni de mis primos, ni de mis sobrinos. A menudo me pregunto si faltará ya alguno de los míos'.

Mohamed se limpia las lágrimas con el turbante. A Zaró, su hija mayor, también se le humedecen los ojos. Ha venido con 14 años. Dentro de tres, su padre intentará encontrarle un buen marido.

'Al llegar a la frontera', continúa Mohamed, 'había varios paquistaníes al otro lado de los alambres diciendo que si les dábamos el dinero que pedían, nos pasarían. Después de mucho regatear conseguí que uno nos pasara por 5.000 rupias afganas (unas 20.000 pesetas). Sólo tuvo que decirle a los policías que éramos parientes suyos. Y nos dejaron'.

Ahora Mohamed, su esposa y las tres niñas y los cinco niños duermen en el suelo del mismo lugar donde comen y rezan cada día, un espacio similar a una furgoneta. Tampoco en Afganistán disponían de muchas más comodidades. Pero al menos tenían dos habitaciones como ésta y una manta para cada uno. Ahora sólo hay dos mantas. Del techo, de cañas y barro, suelen desprenderse trozos de barro. Por eso, en una parte del techo roto han colgado un plástico. Y debajo de él es donde comen.

Conseguir comida cada día es una aventura. Sajida sale algunas mañanas a ver si la inscriben en la lista de una pequeña organización local que, a través de recolectas, organiza repartos de alimentos. Acercarse a la cola, con automóvil o sin él, supone verse rodeado de decenas de personas implorando dinero, medicinas o comida. Son personas que hasta el 11 de septiembre nunca habían mendigado, gente que no está reconocida como refugiados a los que ayudar y afganos que, aunque lleven cinco años en Queta, fingen llevar cinco días.

En algo coinciden el Gobierno paquistaní y la ONU: todos los refugiados que han llegado a partir del 11-S, excepto los 2.500 concentrados en el campo fronterizo de Chamán, son invisibles. Invisibles para los guardias fronterizos, que a cambio de un soborno hacen la vista gorda mientras acceden por las montañas. Invisibles para el Gobierno, que no los reconoce como ciudadanos ni como refugiados a los que socorrer. Invisibles para las organizaciones humanitarias, que no pueden auxiliarlos porque no están agrupados ni localizados en un lugar específico, sino disgregados en casas de familiares o casas alquiladas como la de Mohamed. La solución, según cooperantes humanitarios consultados, sería agrupar a todas las familias como la de Mohamed Ibrahim en campos de refugiados.

Tiendas de campaña'Tenemos tiendas para 150.000 personas', dice el portavoz del alto Comisionado de las Naciones Unidas, Peter Kesler. 'Pero necesitamos el permiso del Gobierno paquistaní para que nos deje instalarlas en determinados lugares. El campo de tránsito de Chamán acoge a 2.200 personas. Y se levantó en un día. Por tanto, si tenemos permiso, podremos socorrer a los 100.000 que han llegado y a parte de los que vengan'.

Pero gente como Mohamed Ibrahim no quiere ir a ningún campo. 'En el campo me darían una tienda de campaña. Y mi mujer y mis hijas no estarían seguras'. Mohamed se considera un privilegiado por vivir en una casa. En ella, tres flores de plástico que cuelgan de la pared y una fotografía de La Meca es la única decoración. Y el único juguete en un hogar de ocho niños parece ser el pequeño de siete meses, a quien todos se pasan de unos a otros como si fuera una pelota. En el barrio se ven a niñas de cuatro años cuidando de sus hermanos de uno. Los demás objetos en la casa lo componen una tetera, un espejo del tamaño de un libro y un cuenco con unos puñados de arroz.

Se levantan a las cinco de la mañana. Rezan el padre, la madre y la hija mayor. El padre marcha al mercado con su carro de fruta, que le costó 3.000 pesetas cuando llegó, hace diez días. La fruta que pone sobre él le cuesta unas 400. Y el beneficio que saca con lo que vende se limita a 120 pesetas diarias. Un vecino, que tiene una tienda, le proporciona tela para velos que su esposa borda. Cada día emplea en la tarea cuatro horas, las de la mañana. Al cabo de diez días, Sajida entregará el velo ya bordado y se habrá ganado unas 240 pesetas al mes, una décima parte de lo que cobraba como maestra en Afganistán antes de los talibanes. De las 4.000 pesetas mensuales que entre los dos reúnen, tendrán que salir 800 para el alquiler de la casa, 200 para la electricidad que alimenta el ventilador y 150 para el gas. El agua sólo la reciben a las cinco de la tarde y durante 20 minutos. Pero si se organizan bien pueden tener para lavarse, beber, cocinar y echar en el váter, que no es otra cosa que un agujero en el suelo de un rincón entre dos paredes de ladrillos'.

A la hora del almuerzo, Mohamed llega a casa. El almuerzo, como las demás comidas de la semana, suele consistir en algo de pan, algún plátano, arroz y té. A las cuatro, Mohamed vuelve a salir con el carro hasta las ocho. A las nueve de la noche se acuestan.

'Yo querría dejar ese carro de una vez y volverme a mi hogar. Soy mecánico, tenía una tienda de motos', señala Mohamed; 'por más afganos que haya en este barrio, no es mi sitio, no es mi país'. Sajida, por su parte, espera no tener que ponerse nunca más el burka, que guarda en el fondo de una caja de cartón. 'Es un vestido que nos lo impusieron los talibanes', dice.

La familia quiere volverse a su tierra, quiere que se vayan los talibanes y quieren que se detengan los bombardeos, tres deseos que parecen irreconciliables. 'Con las bombas no conseguirán nada. Los talibanes se esconden en la montaña y las bombas caen contra nosotros', sentencia Mohamed. Entonces, ¿cuál sería la solución? 'La única posible es que Europa o América envíen sus tropas a luchar, entonces el pueblo se pondría de parte de ellos. Porque entonces sí que la gente ayudaría a los americanos. Yo no deseo otra cosa que ver muertos a los talibanes, sería feliz'.

No todos los refugiados odian a los talibanes. 'De hecho', sostiene una cooperante internacional, 'el Gobierno de Pakistán no quiere abrirles la frontera no sólo por cuestiones económicas, sino porque no quiere que se le llene esto de integristas'.

Mohamed viene de una aldea de mil habitantes y se ha metido en una ciudad de millón y medio; llega de un país de 22 millones de habitantes a otro de 137. Dejó una aldea que no conocía los teléfonos móviles y se tiene que desenvolver en un sitio donde los adelantamientos de coches parecen duelos del Oeste en el que el rival es el que viene de enfrente, ya sea un camión, una bici, un hombre con su carromato. Dejó el verde de las montañas por una ciudad donde pasan meses enteros sin llover y el polvo empaña los cristales de las poca gente que se ve con gafas. Sus hijos mayores iban al colegio y ahora se pasan el día entero en casa. Afuera, en la ciudad, entre cinco mil y diez mil chiquillos, conocidos como los niños de la basura, se dedican a bucear entre los desperdicios para vender los huesos de animales al peso. 'Aún así', remacha Ibrahim, 'con todo lo mal que lo estamos pasando, creo que hemos hecho lo mejor. La vida en Afganistán, entre las bombas y los talibanes, era insoportable'.

Al concluir su charla, Mohamed coge el carro y se abre paso entre los vecinos que se arremolinan para pedirle dinero al periodista.

Mohamed Ibraim, de 65 años de edad, refugiado afgano, no puede contener las lágrimas al contar su historia y la de su familia.
Mohamed Ibraim, de 65 años de edad, refugiado afgano, no puede contener las lágrimas al contar su historia y la de su familia.MUSA ZARMAN

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_