Negocio, política y descrédito
De Gaulle fue seguramente el último gran político en el sentido clásico. Eso no significa que perteneciese a una especie que se ha extinguido, como parece sugerir la frase 'ya no hay hombres como él'; lo que ha cambiado es la sociedad. Tuvo numerosos enemigos y acabó perdiendo un referéndum; su figura, sin embargo, se mantuvo siempre al margen de todo descrédito. Incluso cuando algún que otro escándalo salpicó a determinados políticos de sus filas. Claro que la corrupción, que bien puede hacer perder unas elecciones generales, no es la causa del descrédito de la política y del político, sino una de las facetas de ese descrédito. La proximidad cada vez mayor entre política y negocio lo hace inevitable. Mariano Rubio declaró en una ocasión que no tenía conciencia de haber cometido delito alguno, y creo que, al hablar así, era sincero. ¿Cómo separar el Mariano Rubio político del Mariano Rubio inversor? ¿Cómo evitar disponer de información privilegiada? No es un consuelo, pero tampoco una casualidad, que nuestros vecinos europeos nos hayan superado frecuentemente en lo que a escándalos se refiere, especialmente la Francia de De Gaulle cuando se convirtió en la Francia de Mitterrand. Son los escándalos de las democracias surgidas en todo el mundo occidental hará alrededor de treinta años. Con anterioridad, la era de los grandes dirigentes políticos, demócratas o no: Roosevelt, Churchill, Stalin, Hitler, Mao, De Gaulle; una grandeza que condujo a decenas de millones de personas a la muerte. Tanto desastre está sin duda, junto con otros factores, en el origen de los cambios producidos en la sociedad y, consecuentemente, en la identidad del político, más atraído por el concepto de empresa que por el de patria. Una figura de raíz posiblemente norteamericana, ya que hubo varios presidentes de estas características a lo largo del siglo XIX.
A medida que la relación entre política y negocio se ha ido estrechando, los rasgos que definen al político -ya más maniobrero que maquiavélico- se han ido haciendo intercambiables con los que definen al hombre de negocios. Sólo que, desde comienzos del industrialismo hasta hace pocas décadas, el empresario, el hombre de negocios, cifraba sus beneficios en el resultado de explotar al máximo a sus asalariados -el momento captado por Marx-, granjeándose al mismo tiempo la confianza del consumidor de sus productos; la calidad y duración de esos productos se daban por descontado. Y actualmente esa relación se ha invertido: la empresa tiene el menor número de empleados posible, aun a costa de pagar sueldos elevados, y cifra sus beneficios en multiplicar las ventas de una producción regida, no por criterios de durabilidad, sino de constante reposición. El consumidor, por otra parte, no se llama a engaño. No se cree que un detergente lave mucho mejor que los demás, sabe que casi todos los coches son prácticamente idénticos y cuando quiere que algo le dure de verdad está dispuesto a pagarse el capricho. Si compra compulsivamente es porque se le ha creado esa necesidad y porque unas cosas le gustan más que otras, por lo mismo que se suele usar la colonia preferida. Pero tiene muy claro que, de una forma u otra, se le está engañando.
La relación de creciente permeabilidad establecida entre política y negocio da lugar a que la falta de confianza del ciudadano hacia los productos que consume se haga extensiva a las actividades políticas que enmarcan su vida cotidiana. Hace sólo cincuenta años, el discurso de determinados líderes políticos aún podía hacer surgir miles de voluntarios dispuestos a morir en defensa de lo que fuera. Hoy, ni a nadie se le ocurriría pronunciar esta clase de discursos, ni parece probable que, de pronunciarlo, lograse hacer surgir un solo voluntario. Ni aquí ni en ningún país occidentalizado. La sociedad, en esos países, parece haber dejado de creer que las diferencias que separan a un partido político de otro sean sustanciales. En todas partes, el ciudadano da por descontado que los programas políticos se diseñan para ganar elecciones y que una cosa es lo que los políticos puedan afirmar y otra lo que luego hagan. En realidad, lo que el ciudadano quisiera es que, más que hacer determinadas cosas, el político no hiciera determinadas cosas. De hecho, el reverso de un programa electoral.
Uno de los mejores ejemplos de esa desconfianza generalizada, tanto hacia los productos que ofrece el mercado como hacia la política, lo tenemos en la confusión -incluso léxica- entre publicidad y propaganda. Muy lerdo ha de ser el espectador que no capte el factor asociativo en juego en un anuncio, por ejemplo, de coches, cuando unos labios fruncidos o un culete premian un buen arranque de motores. Lo mismo que, en el curso de un informativo, el sermón implícito en las imágenes de, por ejemplo, un terremoto, que, al tiempo que poner de relieve que siempre hay gente más desdichada que el confortablemente apalancado espectador, resta importancia a las tal vez incómodas novedades políticas que vienen a continuación.
La paradoja reside en el hecho de que, por escaldado que se sienta, el ciudadano seguirá comprando productos que no son lo que se promete y eligiendo políticos que hacen lo que no estaba anunciado que hicieran. Así las cosas, tal vez no sería mala idea que los políticos que han de desempeñar un cargo de responsabilidad, con independencia de cuál fuera su partido, tuvieran que haber aprobado unas oposiciones similares a las de la Carrera Diplomática, con su examen de carácter técnico, su examen de idiomas y, ni qué decir tiene, su examen de cultura. De ser ése el sistema vigente, tal vez ni hubieran llegado a plantearse reformas de la enseñanza -a cual peor- que se han ido aprobando estos últimos años. ¿Qué sentido tienen las iniciativas culturales del ministerio cuando al mismo tiempo se están alcanzando niveles educativos cada vez más bajos? Los premios a la creación artística y literaria, por ejemplo, los nacionales, los cervantes. El descrédito al que me he referido entra aquí de nuevo en juego: al lector -por ya ni hablar del mucho más numeroso no-lector- no le importa quién gane esos premios ni hará nada por acercarse a su obra. Cosa que no sucede, sin ir más lejos, con el Nobel.
Luis Goytisolo es escritor.
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