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Columna
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Lealtad

El gobierno de Aznar ha emprendido la acuñación de un nuevo concepto político: patriotismo constitucional. Es previsible que el invento quede irrevocablemente definido (el adverbio parece imprescindible) en el próximo congreso nacional del Partido Popular. Patriotismo es el segundo término que pasa a ser beneficiario de tan lustroso adjetivo. Le lleva algunos años de ventaja 'lealtad'. La lealtad constitucional ya se había convertido en una de las claves de la discusión política en el paisito.

Pero también es previsible que, entrando en el terreno del patriotismo, la discusión resulte aún más agria, vibrante y encrespada. Aceptando, siquiera sea en términos dialécticos, la legitimidad del patriotismo, habría que recordar la profunda intimidad que demanda la palabra. Es improbable que las leyes puedan llegar muy lejos en la modificación de las conciencias. Eso de la patria podría acabar siendo como lo de la madre, que por mucho que a uno los poderes públicos le adjudiquen una de adopción, si llega con el tiempo a encontrar la verdadera se pondrá a llorar a moco tendido.

Patriotismo o lealtad son términos sentimentales, afectivos, escasamente vinculados con un universo jurídico que propende, por definición, a la racionalidad. Por mucho que me haya esforzado, no he logrado rescatar, de mis cinco años de estudios de Derecho, una sola alusión a la lealtad que de nosotros exigen las leyes. Supongo que hay que perdonar que, en el mundo político, los conceptos se utilicen con bastante laxitud. El lenguaje político es metafórico (Otra cosa es que las metáforas políticas resulten bastante malas), pero nunca oí decir, en rigurosa técnica jurídica, que a las leyes se les deba lealtad. Las leyes no exigen que seamos leales con ellas, salvo que las consideremos tan por encima de nosotros que renunciemos a la democracia. Las leyes lo que exigen es su cumplimiento, su riguroso cumplimiento, en tanto en cuanto estén vigentes, así como la utilización de los procedimientos previstos en las mismas para su reforma.

También en esto haber estudiado Derecho resulta aleccionador. Las leyes no son verdades reveladas ni textos sacrosantos. Las leyes son fruto de la convención social, de la capacidad de los seres humanos para ponerse de acuerdo en ciertas cosas y verse vinculados por ellas. Esa es la grandeza del Derecho: establecer criterios estables de comportamiento público (y en modo alguno entrar a examinar las conciencias, como pretendería la lealtad). Y la grandeza de la democracia, en un segundo término, está en la posibilidad de cambiar esos criterios en virtud de la participación colectiva y no de la voluntad de un solo sujeto o de una prepotente minoría.

Las leyes están para cumplirse y las leyes, cuando mudan las condiciones sociales, pueden y deben cambiarse. Aludir a una lealtad por encima de la voluntad política de los ciudadanos es recurrir a la mitología, por no decirlo de forma más grave: es la negación de la auténtica ciudadanía política. Muchos juristas elaboran diariamente estudios de doctrina en que cuestionan disposiciones legales y sugieren la posibilidad de su modificación. Y por eso los juristas no son desleales ni con el ordenamiento jurídico ni siquiera con la disposición concreta que critican: sencillamente, dentro del deber de cumplimiento que exige cualquier norma en vigor, desvelan sus contradicciones o demandan su cambio.

Se me ocurre que, a efectos intimidatorios, aún sería más contundente la elaboración de un tercer concepto: la fidelidad constitucional. En la fidelidad que se deben los cónyuges encontraríamos muchos contenidos metafóricos que trasladar al mundo político, aplicaciones rigoristas de las leyes que nos dejarían en la oscuridad más absoluta. Si se trata de situar las leyes por encima de nuestras conciencias, de nuestras ideas políticas, de nuestros mínimos conocimientos jurídicos, de nuestros deseos, de nuestra visión de la vida y de nuestra voluntad ciudadana, nada como aludir a la fidelidad constitucional para dejarlo todo claro: el pensamiento es delictivo.

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