La librería más atacada de Europa
José Ramón Recalde es uno de los vascos de mayor calidad intelectual y humana que ha dado esta tierra. Un día de septiembre de 2000, en San Sebastián, cuando volvía a su casa en coche, acompañado de su mujer, María Teresa Castells, una individua de ETA que les estaba esperando a los dos le descerrajó un tiro en la boca con un revólver. El calibre del revólver, más pequeño que el de una pistola de nueve milímetros, el gesto de Recalde, al torcer la cara cuando se dio cuenta de la que se le venía encima, y unas prótesis de titanio que le habían implantado a Recalde en las mandíbulas le salvaron la vida. Bueno, todo eso y también la impericia de la criminal, o del criminal, que salió corriendo al ver que había fracasado en su intento de matar a una de las personalidades necesarias para tratar de explicar la historia del País Vasco de los últimos cincuenta años. (...)
Al informar sobre el atentado de José Ramón Recalde, la televisión pública Euskal Telebista calificó el atentado como 'incidente armado en San Sebastián'
No hay en Francia profesores universitarios, pongamos de La Sorbona, que vayan a clase con escolta, no tienen los concejales de París escolta, ni la llevan los periodistas de 'Le Monde'
Los simpatizantes de ETA comenzaron a ser vigilados por la Ertzaintza, con esa cosa tan del País Vasco de enviar el mismo número de efectivos policiales a controlar al grupo de los que matan que al grupo de los que pueden morir
Dos meses antes del atentado que casi le cuesta la vida coincidí con Recalde en la concentración mensual que convocaba ¡Basta Ya! al lado del Ayuntamiento de San Sebastián. Este colectivo convocaba los primeros jueves de mes a los ciudadanos vascos para protestar contra el terrorismo. Se trataba de hacer una manifestación expresa contra el terrorismo e igualmente expresa a favor del sistema de libertades recogido en la Constitución y en el Estatuto, en el Estado de derecho español, sin necesidad de que la convocatoria respondiera a un automatismo de reacción ante un atentado. Los concentrados por ¡Basta Ya! estaban a un lado de la fachada del Ayuntamiento de San Sebastián. Delante de ellos se situaba un grupo de ertzainas, embutidos en sus trajes negros, que daban calor sólo de verlos, con la cabeza cubierta por un verduguillo negro que sólo dejaba un mínimo agujero para los ojos y otro por el que se intuía la boca, con el casco rojo encima, con el protector para los ojos del casco levantado, semejaban una reencarnación de Robocop. Algunos, más desaliñados, parecían el hombre elefante, con aquel trapo negro sin apenas resquicios tapándoles de forma sofocante la cara. Un par de furgonetas estaban aparcadas encima de la acera, entre el Ayuntamiento y los jardines de Alderdi Eder.
A unos cincuenta metros, en otro costado del Ayuntamiento, se solía colocar una escuadra, siempre menos numerosa que el grupo de ¡Basta Ya!, de simpatizantes de ETA, que normalmente insultaban a los constitucionalistas y les deseaban la muerte con frases tan sutiles como 'María, entzun, ¡pin pan pun!' ('María, escucha, ¡pin pan pun!'), o bien con otras de dudoso gusto lírico, como 'ETA, mátalos' y similares. Estos gritos se produjeron impunemente, desde luego sin que los mandos del PNV de la Ertzaintza dieran órdenes a los ertzainas de impedirlos, hasta que María San Gil, la concejala del PP en el Ayuntamiento de San Sebastián, blanco preferido de los insultadores, decidió presentar denuncia ante el juez de guardia por amenazas. A partir de ese momento, un territorio de impunidad de los mariachis de los criminales quedó cercenado y se acabaron sus insultos vocingleros. Fue poner la denuncia y en la siguiente concentración dejaron de insultar, cesaron en sus amenazas y empezaron a taparse la cara con la propia pancarta. Así de formales y calladitos, con una disciplina que antes parecía imposible, se concentraron a partir de entonces, vigilados por la Ertzaintza, con esa cosa tan del País Vasco de enviar el mismo número de efectivos policiales a controlar al grupo de los que matan que al grupo de los que pueden morir.
En el grupo de los que pueden morir, la llegada de los asistentes a la concentración era entre patética y cómica. Se sabía que venía algún concentrado porque su presencia era anunciada por una aureola de escoltas; llegaba, saludaba, abrazaba con cariño cómplice a otro que había llegado un poco antes y que tenía a sus escoltas ya parados y se integraba en el grupo. Mirando la escena desde fuera, era tal la cantidad de escoltas, tal la variedad de sus aspectos y vestimentas, tal densidad de concentrados protegidos que, después de la primera impresión dolorosa, daban ganas de reírse. Se acababan formando dos grupos: el de los concentrados, que asistían por propia voluntad, y, un poco más separado, el de los escoltas, que acudían porque aquél era su trabajo. (...)
Al acabar aquella concentración del primer jueves de julio de 2000 saludé a los Recalde. José Ramón estaba más serio que de costumbre; vestido con chaqueta azul, camisa y corbata, se puso con los brazos en jarras, mirando a la fachada del Ayuntamiento, con la cabeza ligeramente bajada, el ceño muy fruncido y sin articular palabra. Le comenté que le veía preocupado, serio; no me contestó nada, me miró con un gesto que retrataba aún más su preocupación, que confirmaba que algo le daba vueltas en la cabeza. María Teresa, sin salir de su exquisita dulzura, me repitió lo que ya antes le había dicho a Susana, mi mujer: que en San Sebastián todo el mundo le decía: 'Los próximos vais a ser vosotros'; es decir, los Recalde. Se acercó otro asistente a la concentración al que no conozco, le dio un abrazo a José Ramón y también comentó que le veía muy serio; yo dije que siempre solía estar así, con expresión seria, pero que era verdad que ese día le notaba especialmente preocupado.
Apenas dos meses después le pegaron un tiro en la boca.
No llevaba escolta Recalde, a pesar de toda su significación en la lucha contra ETA, a pesar de que había sido consejero del Gobierno vasco, en el departamento de Educación y en el de Justicia; a pesar del calvario que su mujer y él habían sufrido por los constantes ataques a su librería Lagun a manos de los que apoyan a ETA; a pesar de todo ello, nadie había reparado en que era necesario poner una escolta a aquel matrimonio, en evidente peligro.
María Teresa Castells, una mujer menuda y llena de coraje, que ha mantenido ejemplarmente durante años, con la colaboración impagable de Ignacio Latierro y de su mujer, Rosa, la librería Lagun, en la parte vieja de San Sebastián, en un territorio grasiento y hostil, con gran densidad de chivatos, con abundante cupo de miserables, no abandonaba ni un segundo su sonrisa, a pesar de ver a su marido tan preocupado por sentirse en el punto de mira y a pesar de repetir ella misma lo que se comentaba en una ciudad que María Teresa conoce al dedillo: 'Los próximos vais a ser vosotros', los Recalde. A pesar de ese temor, y como me ha ocurrido en otros casos, el de José Luis López de la Calle, por ejemplo, María Teresa no hacía más que decirme que era yo el que me tenía que cuidar, que no apareciera por la ciudad, que no me expusiera, que anduviera ojo avizor. Yo le comentaba que ellos también se tenían que cuidar, más aún, porque no tenían escolta, como yo. María Teresa escondía los nervios con una sonrisa, a José Ramón la preocupación le afloraba en la cara y se traducía en un rictus serio que le hacía fruncir el ceño.
Al acabar la concentración era habitual quedarse charlando un rato entre los asistentes. Ese día había una especial concentración de medios de comunicación venidos de todo el mundo, que pugnaban por entrevistarnos a alguno de los concentrados: la televisión francesa, la televisión chilena, periodistas alemanes. Aquella imagen de los concentrados atendiendo a los medios de comunicación, aquella mezcolanza de ciudadanos corrientes, de profesores universitarios de prestigio, de intelectuales, escritores, sindicalistas, concejales de partidos -en el caso del Ayuntamiento de San Sebastián, de los dos que gobiernan el municipio, el PSE-PSOE-EE y el PP-, de algún periodista, todos ellos amenazados por ETA, muchos de ellos escoltados por policías de todos los tipos, no dejaba de impactar. Al ver cómo los compañeros de medios de comunicación, venidos de otros países, se dirigían a nosotros con la avidez del que persigue un hecho insólito, al ver su mirada sorprendida, estupefacta, cuando contrastaban nuestra concentración con la de los criminales, al ver a los policías con las caras tapadas, uno se percataba aún más de la rareza insoportable de la situación, la volvía a ver sin la anestesia de la rutina y se quedaba espantado.
Palabrería terrorista
Posiblemente, en Francia o en Alemania, una escena semejante sería impensable. No hay en Francia profesores universitarios, pongamos de La Sorbona, que vayan a clase con escolta, no tienen los concejales del Ayuntamiento de París escoltas, no llevan los periodistas de Le Monde o Libératión protección policial, y así hasta el infinito. Y sin embargo, en toda la palabrería de ETA, Francia es un 'Estado opresor', como España, y, sin embargo, es evidente que el nivel de autogobierno -un centímetro más y la independencia- del País Vasco español contrasta con el nulo autogobierno del País Vasco francés, donde no hay ni siquiera un departamento administrativo que esboce para el País Vasco francés un mínimo de diferencia respecto del resto de tan jacobino país. (...)
Recalde lleva veinte años enterrando amigos. Como otros muchos socialistas y populares, como otros demócratas sin adscripción partidaria en el País Vasco, desde hace dos décadas ha sufrido el goteo de la muerte de amigos, de conocidos y de adversarios políticos, siempre del mismo lado, del lado de la Constitución y el Estatuto.
Enrique Casas
Como otros muchos, Recalde estuvo en el funeral de Enrique Casas, allá por febrero de 1984; en el funeral de Gregorio Ordóñez, en enero de 1995; veló el féretro de Fernando Múgica en la Casa del Pueblo socialista, en la calle Prim de San Sebastián, en febrero de 1996, mes aciago para Recalde, en el que ocho días más tarde vio cómo mataban en Madrid a su buen amigo Francisco Tomás y Valiente, a Paco Tomás y Valiente, que unos días antes de ser asesinado en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid había escrito en EL PAÍS un artículo en el que mostraba su preocupación por la seguridad de sus amigos, que preguntaba a Fernando Savater si se cuidaba ante el riesgo de un atentado.
Recalde, que había aguantado junto a María Teresa Castells e Ignacio Latierro y Rosa los mil y un ataques contra la librería Lagun: primero, por los fachas de la época franquista, y ahora, cuando había democracia en el resto de España, por los fachas de ETA, que además de pintarle la fachada de la librería, de romperle las lunas, de lanzarle cócteles mólotov, le habían intentado quemar aquel símbolo de las libertades en el País Vasco. Recalde, que había sido torturado por la policía franquista, que había estado en la cárcel por luchar contra la dictadura de Franco, estaba ahora sentado en una silla de su casa de Igueldo, con una bala metida en la boca, con un estropicio que no quería ni era capaz de medir en detalle, pero que sabía que era grave, muy grave. Toda su vida pasó por su cabeza en unos instantes, mientras su mujer, en plena hemorragia de su marido, mostraba una hemorragia de optimismo envidiable y tragicómico: 'Mira, Ramón; nadie se muere de un tiro en la boca'.
Los medios de comunicación 'matamos' a Recalde varias veces. Aquella tarde-noche calurosa de septiembre, en una mezcla de irresponsabilidad, efecto inercial -tiro en la cabeza, se dijo en un principio, muerte segura, dijimos todos-, de la urgencia inherente a nuestro trabajo, sobre todo en la radio y en la televisión, el caso es que 'matamos' a Recalde. Una de sus hijas, que vive fuera del País Vasco, oyó el primer flash, escueto y brutal: 'Asesinado José Ramón Recalde en San Sebastián de un tiro en la cabeza'. No quiso saber más, se subió al coche y con la angustia de viajar a la ciudad en la que nació para enterrar a su querido padre, hizo un larguísimo viaje. No le interesó lógicamente conocer más datos, con ése tenía, por desgracia, suficiente; no quiso que por la radio le contaran un perfil biográfico de su padre que, por muy bien elaborado que estuviera, no podría reflejar jamás lo que ella sentía por él, no podría contar los mil pliegues de la personalidad de su padre ni dar noticia de la relación intensa que ella tenía -en ese momento y en el pasado- con él. Viajó con su padre asesinado, sin querer saber nada más, negándose a oír la información tópica que como una catarata sucede a cada crimen, información repetitiva, escrita siempre con un mismo esquema. Salió de la ciudad en la que vive con su padre 'muerto' y llegó a la ciudad en la que 'habían matado' a su padre y se lo encontró vivo; gravemente herido, pero vivo. En ese momento sufrió una crisis de alegría y llanto, de felicidad y rabia; qué buena noticia el ver a su padre vivo; malditos periodistas, que 'habían matado' a su padre con irresponsable urgencia. (Los que batieron el récord de la ignominia al informar sobre el atentado de Recalde fueron los de Euskal Telebista, que calificaron el atentado como 'incidente armado en San Sebastián').
Horas después del atentado llegué al hospital Nuestra Señora de Aránzazu -¿cuánta gente del resto de España, gracias a ETA, conoce ya al dedillo el aspecto exterior de la zona de urgencias de este centro sanitario sin haber estado nunca en él?-, en el que habían ingresado muy grave a José Ramón. La entrada de urgencias está en las tripas del hospital, en el sótano, un nivel por debajo de la entrada principal. A la puerta, mil veces retratada, se llega bajando por una pequeña calzada que arranca de una altura superior que es donde se aparcan los coches. Tuve la suerte de estar en ese punto justo en el momento en el que llegaba Juan José Ibarretxe, el portavoz de su Gobierno, Josu Jon Imaz, y el jefe de prensa de éste, Luis Alberto Aramberri, conocido como Amatiño. Era ya casi de noche, se bajaron de los coches y entre los tres hicieron un corro, se pusieron a hablar entre ellos. No bajaron a toda prisa a la puerta de urgencias, donde esperaban los medios de comunicación, para ver lo antes posible al herido; no, se quedaron charlando un rato, preparando, ensayando las palabras que tenía que decir Ibarretxe ante los compañeros de los medios de comunicación que montaban guardia. Después de ese breve cónclave, en el que Ibarretxe no hacía más que frotarse las manos nerviosamente, mover los hombros y tirar de los talones hacía arriba, como si le dieran calambres, bajaron los tres con los deberes ya preparados. Ibarretxe andaba como un zombi, y cuando llegó a la puerta de entrada fue incapaz de ver a un grupo de dirigentes socialistas, entre ellos Rodolfo Ares y Patxi López, que aguardaban en la puerta. Josu Jon agarró entonces del brazo izquierdo al lehendakari, corrigió su recorrido y le puso en suerte ante los socialistas vascos, compañeros de Recalde. Ibarretxe estaba tan ido como siempre, o más. En estas situaciones se mostraba completamente desbordado, incapaz de entender lo que ocurría, forzado a tratar de atender lo mejor que podía a los familiares de las víctimas y a sus compañeros de militancia -sobre todo, para evitar que luego le llovieran las críticas-, pero con temor a que alguien cercano al herido le echase en cara su blandenguería, el pacto que su partido tenía con ETA, la organización que acababa de pegarle un tiro a Recalde.
Así que Ibarretxe trataba nerviosamente de ganar tiempo, de evitar el miedo escénico que le suponía tener que bajar al lugar en el que se concentraban los periodistas, dirigentes socialistas y también gentes del PP, como Carlos Iturgaiz, María San Gil, María José Usandizaga, Gonzalo Quiroga y otros, que acudieron inmediatamente al hospital. Lo pasaba fatal Ibarretxe ante la presencia de estas personas, ante las miradas que algunos le clavaban. Apenas dos meses antes, Ibarretxe, cuando acudió a la Casa del Pueblo socialista de San Sebastián, después del asesinato de Juan María Jáuregui, el 27 de julio de 2000, tuvo que oír cómo un militante socialista le llamaba 'fariseo'.
Cuando van por el pasillo del hospital, Ibarretxe e Imaz están tan descolocados que son incapaces de mirar a los ojos de la gente, saben que pisan un terreno extraordinariamente resbaladizo, que tienen delante de ellos una realidad que les incomoda y que no quieren ver, a la que no quieren reconocer. Para ellos, que sostienen sin empacho y de forma reiterada que el País Vasco es jauja, ver cómo se muere cíclicamente es un desaire que la realidad les hace a sus análisis. Si no fuera por el 'pequeño detalle' de la muerte, todo iría a la perfección en el País Vasco, pero ahí estaban las víctimas, ahí estaban los muertos, los heridos, contumaces en su afán por meter el dedo en la llaga, en su propia llaga, tercos a la hora de mostrar una realidad que el lehendakari querría no ver, preferiría no conocer. Por eso, en un mecanismo cobarde y escapista, Ibarretxe e Imaz miran al suelo, evitan cruzar sus miradas con las de los demás, con los familiares, amigos y compañeros de Recalde, con los que se cruzan por el pasillo, con una actitud deliberada que pretende ahorrarse disgustos. (...)
Récord insuperable
'Tenemos un récord insuperable: en el País Vasco está la librería más bombardeada de Europa'.
Raúl Guerra Garrido retrata, con esa ironía sedente que le caracteriza, la librería Lagun. Se acaba de abrir la nueva sede, lejos de la espesa parte vieja. La nueva Lagun está en el centro de la ciudad, al lado de la plaza del Buen Pastor, y en el ánimo de todos los amigos de Lagun se cuece una sensación agridulce: por un lado, reabre Lagun, bien; por otro, se ha tenido que ir de la parte vieja y, lo que es peor, todo el mundo piensa, pero nadie se atreve a verbalizarlo, que puede sufrir nuevos ataques.
De la antigua a la nueva Lagun han pasado muchas cosas: le han pegado un tiro en la boca a José Ramón Recalde, que se siente víctima sin clasificar; les han puesto escolta a Recalde y a María Teresa; han asesinado a José Luis López de la Calle, fijo en las visitas a Lagun durante muchos años; han asesinado a Ernest Lluch, habitual los sábados por la mañana en las visitas a la antigua Lagun; han puesto escolta a Ignacio Latierro -estoico, granítico, colaborador de María Teresa, que trata de mantener siempre la calma en los análisis, incluso cuando todo se viene abajo-; se han celebrado unas elecciones autonómicas; se ha creado una asociación de amigos de la librería que ha ayudado a reabrirla, y Alberto Corazón ha diseñado el nuevo logotipo del establecimiento. (...)
José Ramón Recalde escribe ahora, a pluma, sus memorias. Hay días en los que se le viene el mundo encima y otros en los que está más animado. Su mujer, sus hijos, sus nietos, le dan vida. Le encanta comer, pero no puede disfrutar ahora como antes; le gusta hablar, razonar, ironizar, pero no puede hacerlo como antes. Sabe que le han partido su vida diaria, que vive en una especie de clandestinidad, pero él siempre ha sostenido, incluso en los peores momentos, que la lucha por la libertad en el País Vasco estaba cada vez mejor. No sé si ahora, después de este último año, seguirá pensando lo mismo.
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