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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Exquisitas chapuzas

La mejor intención da, muchas veces, resultados deplorables, como se sabe. La paradoja es actualísima. No sólo por lo que sucede con esa guerra que también es nuestra -en la psicosis, la hipocondria y el comportamiento mimético-, sino por cosas mucho más cercanas y palpables pero igualmente sintomáticas de conductas no menos patológicas.

Ahora, por ejemplo, con la mejor buena fe nos impulsan a creer -se trata de una cuestión de fe- que seis carriles de circulación de coches pueden convertirse, a golpe de pintura amarilla, en siete. Es lo que pasa en la Diagonal de Barcelona, donde la anchura de la calle sigue siendo la misma, pero, en apariencia, ha crecido de forma que las obras del tranvía -en donde, por cierto, siguen trabajando las mismas 15 personas de siempre en tres kilómetros- no colapsen el tráfico. Se espera, pues, un milagro, fruto simultáneo del ingenio y el papanatismo humano. ¿Cabrán más coches en menos espacio? Esa es la cuestión. Pero si las calles no dan más de sí acabaremos por enterarnos. La buena intención no oculta la chapuza exquisita.

La fórmula es universal. Se llama, en lenguaje castizo, vestir el santo: se crean expectativas de mejora o de progreso, se promete la luna. El resultado es un apetitoso cóctel que todos quieren probar. Lógico. Es el cuento de la lechera. Una fantasía eterna: construir castillos en el aire. Irresistibles sueños humanos: todos caemos de cuatro patas todos los días, pero el despertar es más bien duro, hasta el punto de que uno desearía haber fantaseado un poco menos con tanta buena intención.

Es lo que sucede ahora mismo con la fiebre Internet. Nos apuntamos tan contentos a la modernidad, aprendimos con sangre, sudor y lágrimas los entresijos idiotas de un ordenador, instalamos una línea de cable para que el milagro llegara a toda velocidad, creímos los delirios de las esforzadas empresas que ponían aquello a nuestro alcance por cuatro duros. Fabuloso. Fabuloso si hubiera sido cierto. Ahora, cuando esta ciudad está patas arriba con lo del cable, lo que sucede es que conectar con el más allá informático -que eso es Internet- resulta una inalcanzable utopía: cuando no falla el software, falla el hardware, el sistema operativo, la red o el cable; todo eso si no se va la luz. Y ¿quién arregla tanto problema? Cada técnico -si hay suerte- sabe mucho de lo suyo, pero ninguno del conjunto de la cosa (un sistema irresponsable, una fórmula estupenda para que nada funcione). Esto es la globalización informática en España: un cruce de cables y una conclusión obvia: nos vendieron una chapuza excelsa, un cóctel con una hojita de menta de color verde. Hasta los más entendidos lo reconocen (¿por qué en privado?). La chapuza no es el ordenador, o el cable, o el programa, sino -oh, maravilla- un sistema incapaz de mantenerlos funcionando correctamente juntos pese a la buena intención.

¿Qué hacer para que los ordenadores funcionen? ¿Dónde van a parar los mails que nunca llegan? ¿Hay ahí violación, por ejemplo, de correo? ¿Por parte de quien pone el cable, del ordenador o del programa? ¿Hay que reclamar a Bill Gates, a Menta, a Toshiba, tal vez a Bin Laden? ¿Se puede reclamar cuando la chapuza final es fruto de tan buena intención que hace que el sospechoso sea quien reclama? Esa es una conversación vergonzante que ya inunda bares y teléfonos aquí mismo: la frustración tecnológica forma parte del mundo feliz. Mientras, el cable -ya obsoleto, por cierto- se abre paso. En otras épocas menos fantásticas, a este tipo de cosas lo hubieran llamado inmoralidad. O estafa. O falta de inteligencia. Hoy decimos que son cosas de la tecnología y apechugamos con tanta buena intención, es decir, con la chapuza sublime como forma de vida.

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