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JULIO CÉSAR IGLESIAS | SAQUE DE ESQUINA | La jornada de Liga | FÚTBOL
Columna
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Tristán, el especialista

Al conjuro del gol, Diego Tristán se ha convertido en el jugador de moda. Algunos comentaristas le buscan perplejos en la tabla de goleadores, descubren sus abrumadores porcentajes y se enredan en largas discusiones sobre sus auténticas cualidades. Hasta ahora mismo no han logrado hacerle una radiografía ni encontrarle un modelo. Para empezar no es un ariete clásico; carece de la presencia tosca de los grandes cerrajeros del fútbol, tipos bragados como Uwe Seeler, Torpedo Müller, Carlos Santillana y otros predadores capaces de romperse la crisma por un gramo de cuero. Tampoco sigue exactamente la pauta de Van Basten ni utiliza recursos físicos evidentes como la velocidad, la estatura o la potencia. Es uno de esos deportistas especiales que reúnen las proporciones justas de utilidad y misterio.

A pesar de ello, Diego Tristán es cualquier cosa menos un bicho raro. Sus habilidades, el tacto en el manejo de la pelota, el conocimiento de los pasadizos del área y el dominio de las situaciones indican que conoce todos los fundamentos del oficio. Esa facilidad para comprender el juego no basta, sin embargo, para interpretar el personaje. Por ejemplo, no explica cómo Diego consigue una apariencia de originalidad cuando los elementos que maneja forman parte del repertorio clásico. Su secreto está seguramente en un modo de combinarlos para que el truco parezca distinto, o quizás en el envoltorio romántico que les presta su figura grande y patilluda, tan parecida a la de esos antiguos galanes que solían animar las películas de bandoleros y piratas.

O, pensándolo mejor, tal vez parezca diferente por su maestría para aparecer y desaparecer a voluntad, tal como lo haría el genio de la lámpara. Puede estar ausente durante largos minutos, puede evaporarse ante los espectadores o, mejor, desdibujarse sobre la alfombra verde como un camaleón. Sus críticos dicen entonces que es un jugador distante, incapaz de aceptar los compromisos del juego. Tal vez tengan razón, porque, frío como la vela del funeral, ahí se queda, esperando que los mastines se alejen de la puerta.

De pronto, cuando la jugada se carga de tensión, abandona la horizontal con el calzón planchado y esa palidez de los mimos y los insomnes. En ese instante se opera su transformación y se revela su misterio. En su mundo, un territorio milimétrico, la precisión coincide con la exquisitez, así que en una rápida secuencia suele emplear un toque, un quiebro y un cañonazo para poner al adversario entre paréntesis.

Firma el gol, se convierte en una columna de humo y vuelve silencioso a su botella, rodeado por una película de escarcha.

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