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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El hombre de la Luna

Acuda el lector a sus rudimentos de mecánica celeste para responder, sin pensarlo dos veces, a una pregunta básica, elemental: ¿cómo se explican las fases de la Luna?

¿Lo sabe? Pues atienda.

Una 'linda mañana de otoño', pocos meses después de haber cumplido los 50 años (y de haber constatado con decepción que ninguna de las expectativas de cambio que alimentaba con relación a sí mismo había tenido lugar para esa fecha), César Aira paseaba por la calle con su esposa, Liliana. Como otras veces, observó ese día en el cielo, 'de un celeste luminoso', el pálido perfil de la Luna, visible todavía a pesar de que el Sol ya estaba levantado. La euforia del momento movió a Aira a comentar, medio en broma, que la presencia simultánea de los dos astros refutaba la pretensión de que 'los recortes de la Luna los produce la sombra que proyecta la Tierra al interponerse entre la Luna y el Sol'.

CUMPLEAÑOS

César Aira Mondadori. Barcelona, 2001 112 páginas. 1.800 pesetas

'¡Nos han tenido engañados! Ja, ja, ja... ¡Qué barbaridad!'.

Por la reacción de su esposa, que enseguida le preguntó de dónde sacaba semejante disparate, cayó Aira en la cuenta de que llevaba toda su vida equivocado sobre 'algo tan obvio, tan visible'. Poco a poco, dice, 'se me fue haciendo patente lo monstruoso de mi ignorancia', tanto más risible en 'un intelectual', en alguien que se tiene a sí mismo por 'un hombre cultivado, curioso e inteligente'. Y fue para explicarse a sí mismo este agujero inexplicable, indicio de otros muchos probables de los que cabría sospechar que está hecho su pensamiento entero, como empezó Aira una grave, angustiada, errática, hilarante y conmovedora reflexión acerca de lo que él mismo llama su 'incapacidad de vivir'.

Esta reflexión ocupa las páginas de este librito, el primero que Aira ha resuelto escribir con ánimo vagamente introspectivo, y que endereza casi distraídamente, con el humor y ese desamparo característico de su autor, con esa inquietante humildad de la que suele hacer gala, lo que bien podría denominarse una poética de la resignación. En la precariedad de sus conocimientos, en sus 'agujeros de experiencia', en la necesidad de cubrirlos frente a los demás para fingir una normalidad que lo rehúye, encuentra Aira, por poner un ejemplo, la explicación de que su estilo sea tan irregular: 'Atolondrado, espasmódico, bromista'. Pero bromista, puntualiza, 'por necesidad, por tener que justificar lo injustificable diciendo que en realidad no hablaba en serio'.

Como todos los escritores,

Aira sueña con ser 'otro escritor'. Lo que en su caso se traduce en ser un escritor con estilo. Si lo tuviera, dice, 'toda mi experiencia se encadenaría de modo que los hechos y los pensamientos se sucedieran por algún motivo, no por capricho o casualidad'. Pero no siendo así, tuvo que hacer 'de necesidad virtud, y de esa falta de estilo mi estilo'. Algo parecido vino a ocurrirle con su decisión de escribir novelas. En la indeterminación del género, en el hecho de que lo característico de las novelas, incluso de las más perfectas, sea el modo en que 'van empujando hacia delante la consumación del arte que las justifica', encontró Aira una coartada a su propia irresolución estilística. Pero su incapacidad de instalarse en el tiempo, tan necesario a la novela (pues está claro que 'no se escriben novelas la noche antes de morir', hay 'una acumulación de tiempo' que es inherente a la práctica del género), su incapacidad creciente, también, para demorarse en la 'invención de rasgos circunstanciales', es decir, de aquello que constituye 'la puesta en escena' de la novela misma, empujó a Aira a realizar, cada vez más urgentemente, 'auténticos tours de force de la chapucería'. El mismo 'hastío y vergüenza de lo que estaba haciendo' lo persuadía de la futilidad de todo intento de mejorarlo, mucho menos de completarlo. Y así fue como fueron proliferando lo que el propio Aira llama sus 'novelitas', una especie de notación particular, tematizada, de ocurrencias más o menos peregrinas, destinadas a proveer, en ausencia de logros más inmediatos, un gran proyecto totalizador, una magna enciclopedia en la que se plasmaría todo el conocimiento y todo el saber acumulados a lo largo de una vida destinada a obtenerlos.

Al amparo de este objetivo utópico, 'las novelitas, que seguí escribiendo, a medias por inercia y a medias para perfeccionar la coartada, empecé a verlas como documentación marginal, y, en la medida en que seguía escribiéndolas, como un modo de entender mi vida: la vida del autor de la enciclopedia'.

Por cierto que esta aparente boutade sobre la enciclopedia trae a la mente la brisa de un talante con el que el propio Aira revela, vaya por dónde, una imprevista afinidad. Hay, en efecto, algo dieciochesco, premoderno, diderotiano en la cordialidad y en el esprit philosophique que anima las 'novelitas' de Aira. De igual modo que un texto como este de Cumpleaños tiene algún parentesco con el emocionante retrato que de sí mismo hace Lichtenberg en la célebre página titulada Carácter de una persona que conozco.

Se trata, en cualquier caso,

de destacar aquí de qué modo, lo que en Aira podría ser tomado, a la ligera, como gesto vanguardista; lo que de irreverente y despreocupada pueda tener su conducta narrativa; todo lo astuto que pueda parecer su aprovechamiento de técnicas y materiales de los que jactanciosamente viene apropiándose la cultura seudopop, es producto de una inadaptación.

Pere Gimferrer llamó 'raros' a escritores que se caracterizan precisamente por una inadaptación a los paradigmas hegemónicos. Por su parte, Aira piensa que si los artistas son raros 'no es el arte el que los hizo raros, sino que la rareza los llevó al arte'. En el caso del propio Aira, fue para paliar su 'incapacidad de vivir' por lo que se vio obligado a 'montar un simulacro de genialidad, laborioso y complejo, que inevitablemente dio una figura desequilibrada, con altos y bajos muy pronunciados y fuera de lugar, en realidad la silueta de un monstruo'.

El 'conocimiento de la vida', sugería Canetti, 'no es gran cosa y podría aprenderse prescindiendo totalmente de la vida; bastan las novelas: Balzac, por ejemplo'. Haber confundido una cosa con la otra -el conocimiento de la vida con la vida misma- sería la razón por la que, pese a haber leído 'muchísimo, en muchos idiomas', pese a haber escrito decenas de libros y haber traducido centenares de novelas, César Aira se repite a sí mismo que no ha vivido.

'¿No? ¿De veras? ¿Y qué hice entonces? ¿Qué hice en cincuenta años?'.

Este librito trata de responder a eso, y al hacerlo no puede evitar hablar del tiempo derrochado y de la juventud perdida, de la muchachita que atendía en el café del Avenida, de tantas lecturas. Del tamaño de la ignorancia, de las calles de Pringles, de los riesgos de pensar por uno mismo. Y del Juicio Final, y de que 'siempre estamos volviendo', y de la Revolución traicionada, y del poder, y de la estupidez como resistencia. Y también de Évariste Galois, el fundador de la matemática moderna. Y de la literatura como interpolación de sentidos. Y de los amigos muertos.

'Pasatiempo, autoengaño, coartada, a partes iguales': con tan severos términos -empleados por Aira- cabría evaluar este librito melancólico, y sin embargo adorarlo. No se podía esperar otra cosa de 'alguien que tiene eternidades de tiempo libre para jugar al filósofo y soñar despierto con el material que le proveen sus lecturas y llenar libretas con notas ociosas sobre esto y lo otro'. Por lo demás, como el propio Aira no puede dejar de preguntarse, a ver: '¿Cuántos escritores distinguidos de cincuenta años puede haber que ignoren las causas de las formas de la Luna?'.

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