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Funcionarios

Hace varias décadas que muchos nos reímos con las agudezas de Forges: algunas de sus viñetas son verdaderos retratos sociológicos de este país y de su paisanaje. Pero sus chistes de funcionarios ya no me hacen gracia; y creo que no es sólo porque he acumulado ya unos cuantos trienios en diversos empleos públicos, pues me dan la impresión de que siguen reflejando una imagen social del trabajador público que está más cerca de la noche franquista que de la España actual.

Viene esto a cuento de que el pasado 21 de julio estaba uno intentando protegerse del calor mientras leía este diario, cuando una información de sus páginas de sociedad le conmovió profundamente. Se titulaba El quirófano de la muerte y explicaba el fallecimiento de varias docenas de niños enfermos del corazón en un hospital británico tras haber sido intervenidos por dos cirujanos incompetentes.

Lo terrible del caso no son tanto las horrorosas muertes como las circunstancias que hicieron posible que esos cirujanos ejecutaran sus chapuzas durante más de una década en una sociedad democrática, es decir, dotada de sólidas instituciones de control ciudadano. Uno de los chapuceros era director médico del hospital donde ejercía, y lo que explica el alcance de la tragedia fue la conspiración de silencio que organizó con la solidaria o forzada colaboración de colegas y subordinados.

La conspiración comenzó a disiparse en 1990 cuando un anestesista, tras dos años trabajando con los cirujanos, decidió comunicar sus sospechas de práctica médica incompetente a la gerencia del hospital. El resultado fue una campaña de lo que ahora se llama acoso moral contra el denunciante que le obligó a emigrar a Australia. Antes de irse puso el caso en conocimiento del Ministerio de Sanidad y del Consejo General de la Medicina (siempre sin éxito) y se puso él mismo a disposición de los padres de las víctimas, organizados en grupo de presión para conocer la verdad. El principio del fin de la pesadilla empezó a vislumbrarse ¡ocho años después! con la inhabilitación de los dos cirujanos.

Lo que mueve esta reflexión es el comportamiento ejemplar del anestesista. Un civil servant, como dicen los ingleses, que antepone su código de conducta a sus intereses laborales y hace lo que tiene que hacer aunque le cueste el empleo. Los estudiosos de la sociedad están embarcados desde hace un siglo en una polémica entre quienes, como E. Durkheim, intentan explicar la acción humana enfatizando sus determinantes estructurales y quienes, de acuerdo con M. Weber, destacan que la acción humana es libre y que por tanto es el hombre quien decide en última instancia la orientación de sus actos, muchas veces a pesar de unas circunstancias adversas. Como le hace decir A. Muñoz Molina al comandante Galaz en El jinete polaco, un acto, un solo acto verdadero, el más mínimo, el más desconocido, puede cambiar la rotación del mundo y detener el sol y hacer que se derrumben las murallas de Jericó.

Bajo determinadas condiciones, actuar contra las circunstancias es heroísmo. Heroica me parece la actitud del anestesista, como también lo ha sido la de otros civil servants neoyorquinos que no han perdido el empleo sino la vida bajo los escombros de las torres gemelas. Supongo que ni en uno ni en otros piensa Forges cuando concibe sus chistes de funcionarios, sino en el complejo de intereses económicos, políticos y corporativos que deslegitiman y bloquean la actuación del servidor público.

Creo que era Toni Negri quien decía que si el sistema capitalista funciona es porque en todas las instituciones -ya sea empresa privada u organismo público- hay un veinte por ciento de empleados que hacen su trabajo y el de los demás. Negri propugnaba el sabotaje (la abstención de aquel veinte por ciento) para alcanzar el cielo en la tierra. Démosle la vuelta a tan discutible manera de ver las cosas.

Convengamos que en todos los organismos públicos debe haber al menos un veinte por ciento de trabajadores competentes y entregados que se ganan la vida, muchas veces con salarios congelados, prestando un servicio al ciudadano. Aceptemos, para compensar, que en el otro extremo habrá otros tantos indeseables. Entre ambos polos se situarían, primero, los apáticos: aquellos que se limitan a cubrir el expediente procurando no buscarse problemas con los compañeros ni con el superior responsable político de turno; y a continuación los escarmentados: los que tras una etapa entusiasta en la que dieron lo mejor de sí mismos, precisamente por ello, cuando las vicisitudes electorales abrieron la Administración a una nueva clase dirigente, fueron condenados al ostracismo, si no depurados, y obligados a soportar la vergüenza de no poder ganarse la vida con dignidad porque se les prohibió trabajar esperando que muchos de ellos acabaran pidiendo la excedencia. No me gustaría estar en la piel de un funcionario cuyo superior jerárquico sea un asesor sin sueldo sólo movido por altas motivaciones, tan altas que se le escapan hasta a quien le nombró.

En tales circunstancias no debería extrañar que el sector público también haya sido incluido en los estudios sobre violencia psicológica en el trabajo que se vienen realizando en varios países desde los años ochenta y a partir de los cuales se está preparando una directiva comunitaria sobre el tema. En ellos han aparecido neologismos y términos médicos (mobbing, bullyng, mentoring, gang, burn-out, breakdown, ciclotimia, distimia), que pretenden describir las nuevas patologías laborales. Todo lo cual pone en evidencia, por otra parte, la necesidad de que se dé vía libre a la tramitación parlamentaria del Estatuto de la Función Pública pactado con los sindicatos y aparcado por el Gobierno desde hace más de dos años.

A nadie se le pueden exigir actos heroicos como el que protagonizó el anestesista, al menos mientras no haya vidas en juego. Pero ningún empleado público debería mirar hacia otro lado cuando alguno de sus compañeros no se esté ganando el sueldo prestando el servicio que le exige su condición; o cada vez que alguno de ellos sea apartado arbitrariamente de sus tareas. Sólo con que no lo hiciera el veinte por ciento de entregados, la vida sería un poco más agradable, aunque el capitalismo saliese reforzado.

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