_
_
_
_
_
LA CRÓNICA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

En el fondo del mar

La fotografía que ilustra este artículo, y que recuerda el paisaje del anuncio de BMW de la mano por la ventana, pertenece a un carrete que, hasta hace poco, descansaba en el fondo del mar. La historia empieza cuando Joan S., de profesión fotógrafo, está de vacaciones en Calella, concretamente en una playa de arena idéntica a la del mismo mar de todos los veranos. En recuerdo de los tiempos en los que practicaba el submarinismo, al fotógrafo todavía le da por bucear de vez en cuando, sin traje de neopreno ni bombonas de oxígeno, sólo con unas gafas y un tubo. Son incursiones breves, de pocos metros, en las que Joan S. pone a prueba su capacidad pulmonar y su destreza a la hora de recoger pequeños tesoros. Según me cuenta, el fondo del mar es un curioso vertedero cubierto de sorpresas. No se refiere al fuselaje de un avión caído durante la guerra cerca de Mataró, que se ha convertido en lugar de peregrinaje de los submarinistas de la zona, sino a objetos abandonados, como enormes botes de pintura, casi siempre vacíos, zapatos desparejados o baterías de coche. A veces, alguna caracola marina recuerda la existencia de vida subacuática aunque, en según qué lugares, lo que predomina son las latas vacías de cerveza y otros materiales de difícil reciclaje.

Sospecho que lanzaron el carrete al mar para que alguien lo encontrase y les diera una nueva dimensión a unas vulgares vacaciones

De repente, en una de esas breves incursiones, el fotógrafo reconoce el color amarillo y negro del chasis de un carrete fotográfico Kodak Gold. Se acerca y, con delicadeza, como si se tratase del violín de uno de los músicos que se hundieron en el Titanic, lo recoge y se lo lleva a la superficie. La experiencia le dice que el chasis no está vacío sino que, por su peso y la resistencia del rodillo interior, contiene algo. Como el escritor que, por casualidad, encuentra un manuscrito en el asiento de atrás de un taxi en el que quizá pueda inspirarse para superar su crisis creativa, el fotógrafo se siente impaciente por averiguar qué imágenes contiene el oxidado carrete. Durante unos días, lo deja secar para luego lavarlo a conciencia y así evitar que la sal estropee la película. Tras sucesivas operaciones de secado y lavado, finalmente decide revelarlo y van apareciendo 24 fotografías del verano español de tres guiris jóvenes, ataviados con las típicas gafas de sol y camisetas al uso. Por su aspecto, podrían ser daneses, holandeses, belgas, canadienses o franceses. Las fotografías son casi siempre de paisajes, aunque a veces aparecen dos de los viajeros, y en una instantánea incluso los tres, con la arena de una plaza de toros al fondo. Una vez reveladas, las fotografías presentan algunas manchas producidas por la sal que les dan un aspecto todavía más fantasmagórico. Un paisaje castellano, el interior de la basílica del Pilar, con el detalle de un letrero en el que se lee: 'Aquí se venera y besa el Pilar', esos inquietantes campos de girasoles retratados con ojo de road-movie, una vista exterior del Museo Guggenheim de Bilbao, una vista del monte Igueldo y del Kursaal donostiarras, una playa... en definitiva: el diario de unos guiris expresado con imágenes que tienen, como único mérito, haber dormido durante un tiempo en el fondo del mar y haber sido recuperadas por la curiosidad de un profesional. Pero son precisamente estas circunstancias las que nos obligan a mirarlas de otra manera, como si el hecho de haberse perdido primero, desaparecido después y finalmente resucitado les otorgara una nueva dimensión, simétricamente opuesta a la vulgaridad de su contenido, como ocurre, salvando las distancias, con las fotografías de primera comunión que esgrimen las madres de los desaparecidos o esas instantáneas familiares que, junto a una vela encendida, homenajean la ausencia de cualquier víctima de la guerra o de un atentado. En eso pienso mientras devoro un libro que acaba de reeditarse tras muchos años de haber descansado en el fondo del mar de los libros agotados. Se titula Diálogo con la fotografía (Editorial Gustavo Gili) y recoge entrevistas con 21 fotógrafos del siglo XX (Man Ray, Cecil Beaton, Henri Cartier-Bresson, Manuel Álvarez Bravo, Robert Doisneau...). Dice Cartier-Bresson: 'Nunca he estado interesado en el aspecto documental de la fotografía, excepto como expresión poética. Sólo me interesa la fotografía que surge de la vida. El goce de mirar, la sensibilidad, la sensualidad, la imaginación, todo lo que llega al corazón, se junta en el visor de una cámara'.

Y Robert Doisneau nos ilustra con esta reflexión: 'La fotografía es un testigo falso, una mentira. La gente quiere probar que el universo existe. Es una imagen física que contiene cierta cantidad de documentación, lo que está muy bien, pero no es una prueba, un testimonio sobre el que pueda basarse una filosofía general'. ¿Existen realmente las fotografías tomadas por esos tres turistas? No lo sé. Joan S. opina que probablemente el carrete se les cayó mientras ponían uno nuevo en la máquina, que quizá estaban sobre uno de esos patines de playa y que les resbaló. Yo, en cambio, sospecho que lo lanzaron al mar expresamente, para que alguien lo encontrase y les diera una nueva dimensión a unas vulgares vacaciones de toros, sol, playa y sangría.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_