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Columna
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Sociedad deportiva

¿Puede alguien creer que si el fútbol fuera sólo fútbol provocaría tanta pasión? ¿Puede alguien imaginar que si en el deporte sólo hubiera juego o espectáculo convocaría a miles de millones de personas ante una final? Durante años el deporte se trató en la sociología como una derivación de la religión o de la política, pero ahora ha alcanzado un estatus al lado de otros grandes sectores de lo social. Bastaría atender a la enorme penetración del deporte en la cotidianidad para reconocerle un rango creciente en el tiempo y el sentido de nuestra existencia. Practicado o presenciado, el deporte se ha convertido en una poderosa experiencia mediante la cual obtenemos sensaciones, expectativas, criterios morales y nociones sobre lo real.

¿La realidad? En el desarrollo argumental de un partido se representa la astucia, la maldición o el azar, la recompensa de un esfuerzo o la fuerza de la suerte, el valor de la colaboración o de la individualidad, la intervención de la justicia y del mito. ¿Sería todo esto suficiente para embaucar al espectador? Puede que sí, pero el fútbol, como el deporte en general, es todavía algo más que una simple teatralización de la vida. En su libro sobre ocio y deporte Norbert Elias y Eric Dunning sitúan al fenómeno deportivo entre las actividades recreativas 'miméticas' y las llaman así porque producen modelos, circunstancias y tesituras que trasponen más que imitan lo real. No copian sólo lo real sino que se forman de su misma composición dramática.

Con una particularidad: la realidad dura y cruda se traduce en la competición deportiva en una materia más blanda y cocida. Gracias al deporte, lo serio puede convertirse en diversión; recibirse como algo grave y digerirse después como banalidad. El juego del aficionado con el fútbol encierra un juego de simulacros que mantiene una cándida fuente de dolor y de placer. En un partido de fútbol sentimos realmente miedo, angustia, exaltación, felicidad, pero dentro de una región de últimas consecuencias controladas. Una región domesticada donde nada es terrible o para siempre pero de cuya experiencia inmediata no nos queremos privar.

¿Por qué asistimos a una película de terror? ¿Por qué subimos a la montaña rusa? ¿Por qué nos gusta experimentar la tensión de una tanda de penaltis? ¿Por qué existen, en fin, hinchas del Atlético de Madrid? Porque paladeamos las emociones propias, amargas o dulces, como un niño se siente atraído a probar una sustancia de no importa qué sabor. Nos comportamos aquí, en relación con los sentimientos, como sujetos infantiles que manejan juguetes de emoción, ediciones miniaturizadas de las grandes categorías de la vida. Se desencadenan dosis de odio, de rabia o de agresividad que, como demuestran los hooligans, poseen los componentes de la destrucción y la guerra pero que sólo de forma excepcional se convierten en un balance de muertos. En esta dialéctica de lo real, grande y menudo, apasionante e irrelevante se decide el gran éxito de lo deportivo.

Pero, además, la tensión en el ocio sirve para devolver a muchas personas 'el tono vital o mental que necesitan para vivir y en compensación a la rutinización de sus vidas en las que acaso no sucede nada de interés', escribe Dunning. La naturaleza humana, en cualquier etapa, parece reclamar como necesidad irreductible una extroversión pública de las emociones y esa oportunidad, que niega la cotidianidad de la sociedad civilizada, se compensa con la desinhibición de los estadios. Ahora la norma es la contención. Ya no hay plañideras, ni grandes gritos en los vecindarios, ni peleas de hombres en las calles y a puñetazos. Apenas se llora en los entierros y han desaparecido los alborozos religiosos del día de Gloria o las fiestas de Navidad. Ahora, la explosión sentimental, la pena o la efusión colectiva, la desventura o el júbilo estallan en el estadio o en la cancha planetaria de la televisión con millones y millones de seres humanos que recuerdan su intacta condición primordial a través del espectáculo deportivo.

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