En el país de La Meca
Cuando el secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld, acudió a un ornamentado palacio real en Arabia Saudí la semana pasada, saludó al enfermo rey Fahd Ibn Abdul Aziz al Saud e intercambió opiniones sobre la guerra contra el terrorismo con el príncipe heredero Abdullah, que es quien gobierna verdaderamente el reino. Rumsfeld habría tenido una perspectiva ligeramente distinta si hubiera pasado por Al Masaa, un café del centro de Riad en el que los clientes consideran a Osama Bin Laden un héroe árabe.
La terraza está abarrotada de jóvenes, algunos vestidos con túnicas tradicionales y tocado beduino, y otros, a la occidental, con camisa y vaqueros. Observan a conductores adolescentes que aceleran en medio del tráfico, llaman por teléfono móvil y hablan de Osama. Mientras beben sus cafés y sus batidos, reconocen tener sentimientos ambiguos sobre los espantosos ataques contra Estados Unidos, por las vidas inocentes que se perdieron. Incluso se preguntan si fue realmente Osama el autor ('espero que sí', dice uno). La mayoría se alegra de que los atentados hayan hecho pagar a EE UU por lo que consideran su arrogante injerencia en Oriente Próximo, sobre todo por su apoyo a Israel contra los palestinos.
Las autoridades se quejan de que el respaldo automático de EE UU a Israel hace que sea difícil explicar al pueblo los vínculos saudíes con Washington
Una nueva generación de saudíes, que protesta por la corrupción y el declive económico, duda cada vez más de la capacidad del clan Al Saud para gobernar
La fuerte influencia del fundamentalismo en la Arabia actual tiene sus raíces en una poderosa mezcla de religión, tradición y política
La seguridad en Arabia es muy estricta y la justicia es rápida, dos herramientas de probada eficacia para desalentar a posibles agitadores
Aunque Abdullah ha eliminado los viajes gratis en avión para los 300.000 miembros del clan, la gente sigue quejándose de la enorme corrupción oficial
'Osama es un musulmán muy, muy, muy bueno', dice Feras Bukhasim, un empleado de banca de 24 años. Está de acuerdo Bader, de 25, un hombre de negocios que no da su apellido: 'Es un buen tipo. Tiene millones, pero no se preocupa por el dinero ni por sí mismo. Sólo pretende obtener justicia para los árabes'. Los otros seis saudíes de la mesa, algunos recién regresados de estudiar en EE UU, asienten.
¿Qué clase de aliado puede ser un país cuyos dirigentes profesan solidaridad con Estados Unidos, pero cuyos habitantes -o por lo menos algunos de ellos- cometen asesinatos de masas en suelo estadounidense o aplauden desde los cafés de Riad a quienes lo han hecho? Respuesta: un aliado incómodo. Al mismo tiempo que avanza la acción militar, a EE UU le inquieta el descontento popular en los países árabes e islámicos de todo el mundo, incluido Arabia Saudí.
Como ocurrió durante la guerra del Golfo, Estados Unidos debe mantener un equilibrio muy delicado entre su compromiso irrevocable y a largo plazo con Israel y su interés inmediato, que es apaciguar a los árabes de la calle. Es evidente que Washington considera necesario respaldar a los regímenes islámicos amigos en esta crisis. El ex embajador estadounidense en Arabia Saudí, Wyche Fowler, advierte en contra de que se asuma que 'los monarcas puedan hacer lo que quieran sin que tenga consecuencias entre los ciudadanos inquietos o disidentes'.
Si bien, desde el 11 de septiembre, el centro de atención ha sido la guerra entre Bin Laden y Estados Unidos, lo más importante, en gran parte ignorado, es el llamamiento de Bin Laden a los corazones -por no hablar de los campos de petróleo, que contienen el 25% de las reservas mundiales- de los saudíes. Desde hace varios años, una nueva generación, en la que se incluyen militantes islámicos y jóvenes que protestan por la corrupción y el declive económico, pone en tela de juicio, cada vez con más fuerza, la capacidad del clan Al Saud para gobernar.
El hombre del momento
Ahora, con sus ataques contra Estados Unidos -y el uso, al parecer, de hasta 15 saudíes en audaces operaciones suicidas-, Bin Laden es el hombre del momento para muchos. Incluso saudíes rotundamente opuestos al terrorismo están de acuerdo con las quejas de Bin Laden contra EE UU. Los jóvenes saudíes, deseosos de tener una dirección más osada, permanecen pegados a los canales árabes de televisión por satélite en busca de las últimas informaciones sobre el millonario.
A medida que los admiradores de Bin Laden parecen aumentar, vuelve a surgir una pregunta: ¿puede soportar la familia real las crecientes presiones que amenazan la estabilidad política en la principal región productora de energía del mundo? Hasta ahora, su historial es excelente. El rey Abdul Aziz Ibn Saud (conocido por Ibn Saud) fundó la nación en 1932, después de vencer a feroces tribus rivales en la península Arábiga. Desde su muerte, en 1953, sus cuatro sucesores han sorteado diversas crisis, desde la agitación nacionalista del presidente egipcio Nasser y la revolución iraní hasta la invasión de Kuwait por Sadam Husein. Ahora, sin embargo, algunos diplomáticos occidentales temen que uno de los secretos de que los Al Saud hayan conseguido mantenerse firmes en el poder, la carta relativamente blanca concedida a la militancia islámica en el reino, haya servido para plantar las semillas de una generación de bin ladens.
La fuerte influencia del fundamentalismo en la Arabia actual tiene sus raíces en una poderosa mezcla de religión, tradición y política. Aunque la importancia de los Al Saud se remonta al siglo XVI, su auténtico poder político lo alcanzaron en 1744, después de formar una alianza con Mohammed Bin Abdul Wahhab, un dirigente puritano que proponía la estricta aplicación de la ley islámica. Desde entonces, la suerte de ambos clanes ha estado unida: los Al Saud se encargaban de lo temporal, y los hombres santos descendientes de Abdul Wahhab, a los que denominaban los jeques, proporcionaban la legitimidad religiosa para gobernar en la cuna del islam. Muchos éxitos de Ibn Saud, incluida la captura de las ciudades santas de La Meca y Medina, fueron posibles gracias a los temibles guerreros wahhabíes -fundamentalistas- conocidos como los ikhwan, o hermanos.
A pesar de la modernización que se produjo tras el descubrimiento de las reservas de petróleo en 1938, Arabia Saudí sigue siendo un país en el que se hacen respetar con gran rigor valores religiosos y tradicionales. Los cines y las discotecas están prohibidos; hombres y mujeres están separados en entidades bancarias, escuelas y restaurantes de comida rápida; las mujeres deben llevar velo y no pueden conducir. La policía encargada de la decencia pública, la muttawa, pasea por los centros comerciales en busca de mujeres cuyo pañuelo deje entrever un rizo y obligando a los comerciantes a cerrar las tiendas durante los periodos de oración. La justicia saudí, implacable, se hace pública tras la oración principal de los viernes, momento en el que un verdugo armado de una espada corta la cabeza, después de vendarles los ojos, a asesinos, brujos, narcotraficantes y otros criminales, en la 'plaza de la carnicería' de Riad.
Aunque Internet ha llegado hasta aquí, los saudíes son pioneros en los métodos para bloquear cualquier contenido, desde la pornografía hasta la disidencia política. Los padres de un recién nacido se lamentaban hace poco de que no podían entrar en una página web que ofrecía artículos para bebé porque, como es natural, la página contenía también informaciones sanitarias que daban respuesta a preguntas prohibidas sobre anatomía.
Si las anécdotas de este tipo parecen cómicas, no hay nada de divertido en los furibundos sermones antioccidentales y antijudíos que con frecuencia resuenan desde las mezquitas. Los miembros del ala dura del aparato religioso son un obstáculo total para el liberalismo, a base de prohibir cosas, como la enseñanza de la teoría de Darwin sobre la evolución o clases de pintura figurativa. Las enseñanzas islámicas, en Arabia Saudí, están impregnadas de una suspicacia obsesiva respecto a Israel. A principios de este año, un importante imam decretó una fatwa contra Pokémon, la serie japonesa de dibujos animados, después de que hubiera rumores de que el nombre de uno de los personajes más populares, Pikachu, era una astuta forma de decir en clave 'sé judío'.
Fahd, el gran modernizador
El rey Fahd, de 80 años, quedará en los anales saudíes como el gran modernizador, un firme aliado de Estados Unidos que construyó hospitales y autopistas y dedicó miles de millones a actualizar las fuerzas armadas saudíes. Aun así, para reducir al mínimo las fricciones con los líderes musulmanes, no dejó de encaminar constantemente parte de la vasta riqueza producida por el petróleo hacia causas religiosas. Se labró un lugar en la historia del islam cuando supervisó la expansión de los lugares sagrados en La Meca y Medina, unas obras de 25.000 millones de dólares (cuatro billones y medio de pesetas). Asimismo, el rey concedió dinero a decenas de nuevas universidades islámicas, que empezaron a producir miles de activistas religiosos. 'Pero ocurrió algo inesperado', cuenta un antiguo diplomático occidental en Riad. 'En vez de esa utopía maravillosa en la que los jóvenes se sentían atraídos hacia la universidad para aprender sobre el islam, se encontraron con miles de licenciados en religión que no podían hallar trabajo'.
Algunos encontraron lo que les pareció una vocación más elevada. La medida más profética del rey Fahd fue su apoyo a la yihad contra la invasión soviética de Afganistán, en 1979. Los saudíes respaldaban a los grupos políticos islámicos de todo Oriente Próximo desde hacía décadas, pero el entrenamiento de miles de jóvenes wahhabíes fue su primera experiencia real de yihad. Entre los reclutas se encontraba un joven de 21 años, licenciado en administración de empresas por la universidad Rey Abdul Aziz, llamado Osama Bin Laden, hijo de un clan dedicado a la construcción en Jiddah, que había ganado una fortuna realizando las infraestructuras del país.
Bin Laden no es el primero que desafía el derecho de los Al Saud a gobernar. Los fanáticos ikhwan, en otro tiempo aliados de la familia real, se rebelaron en 1929 porque se oponían a influencias extranjeras, como la emisión de programas de radio, e Ibn Saud se vio obligado a aplastarlos con guerreros leales. En 1979, el rey Jalid acabó violentamente con un grupo de fanáticos que se apoderó de la Gran Mezquita de La Meca, un enfrentamiento que duró dos semanas y acabó con la vida de 127 soldados saudíes y de 117 insurgentes. El mensaje de todos esos grupos era siempre el mismo: la pureza del islam ha quedado corrompida por el gobierno de Al Saud.
Ahora bien, nada ha amenazado con sacudir los cimientos de ese gobierno tanto como el reto que representa la última generación de militantes islámicos. Aunque Bin Laden nunca dio prioridad a construir una organización política, está vagamente vinculado a compañeros de ideología dentro del país, desde antiguos camaradas de armas en la guerra afgana hasta una red de fieros jóvenes que ocupan posiciones intermedias en el clero y comparten sus opiniones sobre la lucha contra Estados Unidos y la destrucción de Israel. Lo que desató esa ira fue el resultado de la invasión de Kuwait por parte de Sadam. El hecho de que el rey Fahd aceptara acoger a tropas norteamericanas, acusaba Bin Laden, demostraba la incapacidad de los Al Saud para defender el reino y su impura dependencia de los infieles. Para Bin Laden no era suficiente el fundamentalismo de los Al Saud; criticaba la corrupción del Gobierno y la ofensiva contra los clérigos disidentes. 'La razón fundamental de nuestro desacuerdo contigo', le escribió a Fahd en 1995, 'es tu abandono de los deberes hacia la religión del Único Dios Verdadero'. Para entonces, Bin Laden había huido del país y había perdido la nacionalidad saudí.
Con el fin de seguir aplicando el aislamiento de Sadam Husein, todavía permanecen en el reino cerca de 6.000 soldados estadounidenses, y uno de los objetivos que más repite Bin Laden es la expulsión de las fuerzas 'cruzadas'. Los atentados con bombas contra instalaciones norteamericanas en Riad, en 1995, y Khobar, en 1996, dejaron 24 muertos; la participación de Bin Laden en ellos, si es que existió, es confusa. Los atentados del 11 de septiembre en Washington y Nueva York asombraron a las autoridades saudíes casi tanto como el avance de los tanques de Sadam once años antes. 'Lo que más me sorprende', dice un diplomático saudí, 'es por qué atacaron a EE UU, y no a nosotros'.
Atrapados entre dos
Atrapados entre Estados Unidos y Bin Laden, para los gobernantes saudíes es difícil que haya una situación más incómoda. Por consiguiente, se han dedicado a presionar a Washington para que no lleve a cabo ataques de gran alcance contra las bases terroristas en Oriente Próximo y a quitar importancia al posible uso de la moderna base aérea Príncipe Sultán, cerca de Riad, para las incursiones aéreas. Convencidos de que la aparente ambivalencia del presidente Bush sobre la causa palestina contribuyó a aumentar las tensiones antes del 11 de septiembre, los saudíes piden a Estados Unidos que ejerza mucha más presión sobre Israel para que acepte un Estado palestino. 'Despertad y mirad lo que estáis haciendo en Oriente Próximo', decía a Time, la semana pasada, el príncipe Alwaleed Bin Talal al Saud, un inversor que posee más de 11.000 millones de dólares en acciones en Estados Unidos. 'Los árabes y los musulmanes se sienten frustrados'.
Las autoridades de Arabia se quejan de que el respaldo automático de Estados Unidos a Israel hace que sea difícil explicar al pueblo los vínculos saudíes con Washington. No obstante, se pueden hacer muchas cosas para enderezar la casa de Saud y despejar las amenazas internas. Aunque el príncipe heredero, Abdullah, de 78 años, ha instituido reformas económicas y ha eliminado prebendas, como los viajes gratis en avión para los aproximadamente 30.000 miembros del clan, la gente sigue quejándose de la enorme corrupción oficial, que va desde aceptar comisiones por ventas de armas hasta introducirse por fuerza en sectores de negocios. Otro problema es la esclerosis en la sucesión real: como la tradición impone que el trono pase de un hijo de Ibn Saud a otro, tanto el rey actual, de 80 años, como los tres siguientes en la línea de sucesión, han superado hace tiempo la edad de jubilación en Occidente.
©Time
El difícil equilibrio saudí
EL DESCENSO DE LA RENTA 'PER CÁPITA' en Arabia Saudí, de más de 15.000 dólares en 1981 a menos de 7.000 dólares hoy, plantea problemas de solución nada fácil para una nación de 17 millones de habitantes. Por primera vez desde el auge del petróleo de los años setenta, hay una generación de saudíes cuyas oportunidades educativas y laborales son cada vez menores. Muchos son militantes islámicos, un semillero potencial de reclutas para el ejército de Bin Laden. Mai Yamani, un investigador saudí en el Real Instituto de Asuntos Internacionales de Londres, sigue de cerca las repercusiones de los atentados del 11 de septiembre. 'Lo que me preocupa es que haya un síndrome de Osama Bin Laden', dice. '¿Se tratará de una tendencia radical que va a ir en aumento?'. Para ayudar a evitarlo, el Gobierno saudí ya está haciendo todo lo posible para enfriar la situación. La semana pasada, durante los rezos del viernes, el imam de La Meca condenó el terrorismo y advirtió contra 'la difusión del mal en esta tierra'. Hasta ahora, no ha habido protestas antiamericanas como las manifestaciones musulmanas de la pasada semana en Pakistán e Indonesia. La seguridad en Arabia es muy estricta y la justicia es rápida, dos herramientas de probada eficacia para desalentar a posibles agitadores. Los miembros de la familia real, encabezados por el príncipe heredero Abdullá, parecen muy conscientes de la necesidad de aplacar las tensiones entre el Gobierno y el clero radical saudí. En 1999, el príncipe Naif, ministro del Interior, consiguió calmar una situación muy tensa mediante la liberación de dos imames militantes, aliados ideológicos de Bin Laden, que habían sido detenidos en 1994 por hacer propaganda contra el Gobierno. Abdullá permanece atento a la opinión pública: hace unos meses, indignado por la pasividad de Estados Unidos ante el problema palestino, rechazó deliberadamente una invitación del presidente George W. Bush a visitar la Casa Blanca. Los saudíes dicen que van a vigilar si las acciones militares estadounidenses en la guerra contra el terrorismo producen una reacción en las calles de Riad y otras ciudades de Arabia. La mayoría piensa que los sentimientos antigubernamentales estarán contenidos por las drásticas medidas de seguridad y una aversión nacional a crear problemas. 'Los que querrían ver a Bin Laden en el poder son menos del 1%', dice el oftalmólogo de Riad, Osama Alem, de 42 años. 'La gente ve lo que han hecho los talibán en Afganistán y preguntan: '¿Os gustaría vivir allí?'. No obstante, existen indicios preocupantes, y no sólo entre los fanáticos religiosos. Sentado al volante de su Mercedes con tapicería de cuero, por los bulevares comerciales e iluminados de Riad, el periodista saudí Omar al Zobij es la imagen del yuppy saudí educado en Occidente. En cambio, su perorata contra Estados Unidos es puro Bin Laden. 'Somos árabes', grita mientras acelera en un cruce. 'Osama nos hace sentir que estamos aún con vida. Está alterando el equilibrio de poder'.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.