El hombre de mi vida
Aquella tarde asistí a una conferencia de esas que organiza Bancaixa en el edificio de la plaza del Temple. El profesor invitado no me sonaba, pero el título de su disertación parecía atractivo: La mirada femenina de Luce Irigaray. Fue en la sala que hay junto al enorme cuadro de Sorolla. Llegué temprano y me senté en la primera fila. De pronto, él entró, subió al estrado, ajustó el micrófono y empezó a hablar. Es posible que fuese el timbre de su voz, no lo sé, pero conforme lo escuchaba me dije que el largo tiempo de soledad había valido la pena: aquel hombre era el hombre de mi vida. Bien es verdad que fijó en mí sus ojos azules durante toda la charla, y eso siempre ayuda. Me desarmó.
Yo había cumplido pocos días antes los treinta y siete años y ya empezaba a convertirme en una mujer casi madura y difícil de engatusar. Además, la experiencia acumulada en cabeza ajena como espectadora de mis amigas (todas ellas casadas) amenazaba con hacer de mí una presa imposible de atrapar, pues solía leer entre líneas los sutiles comentarios negativos que hacían en mi presencia sobre la incapacidad varonil para ciertas tareas inferiores. Una no es feminista en vano.
Pero Miquel era diferente, me lo confirmó después, mientras paseábamos por el barrio del Carmen entre edificios derruidos y vendedores de chocolate: hablaba sin cesar de Flora Tristan, de Simone de Beauvoir, de Betty Friedan, de Teresa de Lauretis y de Marilyn French, y lo hacía con una familiaridad que trastornaba. A los maridos de mis amigas, pensaba yo, ni siquiera les suenan los nombres de tales pioneras, las escritoras fetiches de mis lecturas solitarias. Levité. Soñé despierta. He aquí un ser humano sensible, guapo hasta decir basta, pensé extasiada, con el que valdría la pena intentar la aventura.
Y tanto que lo hice. A la mañana siguiente, después de una torrencial noche de amor en su habitación del Hotel Astoria, le había entregado mi cuerpo, mi alma, mi destino y lo que más echo de menos en estos momentos, la posibilidad de dormir a pierna suelta.
Todo ha sucedido con enorme celeridad: la mudanza a Barcelona, el cambio de trabajo (menos mal que, como soy valenciana, hablo catalán), el embarazo imprevisto (¡Dios mío, qué felicidad!) y esa concupiscencia insaciable que me demuestra Miquel, sobre todo por las noches. Al principio, durante los primeros meses, fui capaz de compensar en la siesta las carencias nocturnas, aunque pronto las náuseas, los vómitos matutinos y el dolor de piernas me lo impidieron también.
Miquel friega los platos y cambia algún pañal, eso sí, pero ni siquiera sospecha que existan la lavadora, la plancha, la olla exprés o el aspirador. Tampoco limpia el frigorífico ni los pelos de la bañera.
Y ahora, mientras le doy de mamar a Jordi, que a los siete meses todavía me despierta dos veces cada noche como un reloj, lo que más me molesta no es que a veces se le ocurra morderme los pezones con sus cuatro dientes diminutos ni que sean las tres de la mañana, recollins!, sino los ronquidos de Miquel, que descansa a mi lado sin enterarse de nada. Su cara, esa cara que tanto amo, desprende serenidad. Seguramente sueña con el libro que está escribiendo y que será un bombazo en defensa del feminismo más radical.
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