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LA CRÓNICA
Columna
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De Benarés a Manhattan

En esta mañana de septiembre, mientras bajo por la Décima Avenida, nada parece más limpio que el cielo de Manhattan. Los edificios se recortan contra el azul con una nitidez excesiva, como si se tratara de un truco cinematográfico, y su imagen se multiplica en un juego de espejos y luz. De vez en cuando un avión cotidiano e inofensivo vuela muy alto en este cielo, y abajo en la calle hay siempre alguien dispuesto a seguirlo con la mirada hasta verlo desaparecer. Hoy hace tres semanas exactas del atentado contra el World Trade Center y la ciudad se esfuerza por recuperar su normalidad más aparente, ese simulacro de vida al que estamos acostumbrados. También la escena cultural se levanta, se sacude el polvo con un gesto atolondrado y vuelve a caminar: en Broadway la gente asiste otra vez a las comedias y los musicales e intenta sonreír; los clubes de jazz del Village ensayan de nuevo un ritmo para la noche; las galerías de arte del Soho y de Chelsea abren sus salas espaciosas como fábricas abandonadas e inician una nueva temporada. En una de esas galerías, la Paul Kasmin, expone su nueva obra el pintor barcelonés Santi Moix (hasta el 6 de octubre).

La escena cultural se sacude el polvo en Nueva York. En la galería Paul Kasmin expone el pintor barcelonés Santi Moix

Santi Moix se instaló en Manhattan hace casi nueve años, con la intención de consolidar una trayectoria ya muy definida, y desde entonces exhibe su trabajo entre Barcelona y Nueva York. Cuando no está secuestrado por la obsesiva tarea de preparar una exposición, viaja por el mundo con la voluntad de observar y escuchar. Ha vivido en el Japón varios meses, y hace un año y medio pasó una temporada en la India. Esta nueva exposición en la galería Paul Kasmin, la tercera que realiza en solitario, lleva por nombre The Pontoon paintings y su embrión se gestó precisamente en Benarés, en la India. Según cuenta él mismo, se sintió fascinado por los colores del río Ganges, por la gente que se arremolina en sus puentes continuos, por su quehacer cotidiano y su filosofía de la vida. Tomó primero apuntes del natural, pequeñas acuarelas que reflejaban las luces malva del atardecer en el Ganges o la imagen atávica de una mujer recogiendo excrementos de animal para utilizarlos luego como combustible. De vuelta a Nueva York, empezó a trabajar en los cuadros, en el proyecto de una exposición, y todas esas imágenes y recuerdos quedaron sublimados (o digeridos) en el lento proceso creativo.

Cuando uno ve por vez primera la docena de óleos colgados en las blancas paredes de la galería, siente la impresión inicial de una pureza extrema y lejana. Las franjas azuladas y verdosas del agua que enmarcan las telas nos preparan para lo que vemos en el centro, y lo que vemos en el centro es una sabia prolongación de la obra anterior de Moix. Los puentes de Benarés, con su abigarrada reunión de gente, sus olores y sus formas, han dado lugar finalmente a unas construcciones abstractas, bellísimas, retorcidas y a la vez frágiles, cargadas de detalles mínimos y trascendentales -como cadenas de información genética- que les confieren un sentido y una gran coherencia interna. Moix realiza un viaje emotivo que parte de los puentes de Benarés y llega hasta sus propias preocupaciones, a la espina dorsal de lo que le rodea cada día. Una visión de la vida, de eso se trata.

Existe entre todos los cuadros que veo en la galería una idea de continuidad, como si en el fondo nos encontráramos ante un único cuadro, la imagen de una secuencia infinita de puentes que se reproduce en cada tela, con sus propias particularidades, distinta y al mismo tiempo relacionada con las demás. Aunque al final sólo seleccionó una docena, Santi Moix pintó para esta exposición más de 50 cuadros. Cuando entro en su estudio, este mediodía de septiembre, puedo ver algunas de esas telas no mostradas en la exposición, sin enmarcar, y de repente me da la impresión de que sigo atado a ese flujo de imágenes. El artista tiene su estudio en Eldridge Street, en el corazón de Chinatown, un séptimo piso al que se sube en un ruidoso montacargas. Hablamos de su exposición, de los cuadros que expone y de los que no, de las razones. Sus palabras son apasionadas y reflexivas, y a menudo despliega ante mí telas anteriores para explicarme algún detalle de su mundo particular. Me cuenta que Chinatown tiene cada vez más importancia en su obra: le proporciona sensaciones, olores, gustos y colores nuevos. Las pescaderías, con esas lonchas increibles de atún o de pez espada, con las sepias y los crustáceos vivos. O las tiendas de semillas, por ejemplo. Moix las rastrea para encontrar formas extrañas y sugestivas: unas semillas de un eucalipto parecen viejos tornillos perfectos.

En el suelo del estudio, esparcidos, veo unos cuantos proyectos de escultura. Formas humanoides y atormentadas, de yeso y alambre, de un color blanco roto, también una especie de avión con las alas deshilachadas. Me cuenta que es lo que le ha salido después del atentado del 11 de septiembre. Estuvo varios días conmocionado, sin poder trabajar; cada mañana iba al estudio y le pasaban las horas en pensamientos. 'No me gusta forzar la situación', dice, 'las cosas tienen que salir por su propia iniciativa'. Finalmente hace unos días empezó a trabajar el yeso, sin condiciones ni ideas previas, y aparecieron esas pequeñas esculturas, esbozos de escombros con forma y sentido.

Antes de marcharme, subimos a la azotea del edificio para observar la ciudad. Las altas torres de Manhattan se prolongan hacia el norte, tocando el cielo azul de este mediodía; al sur, los puentes de Brooklyn y Manhattan. Moix me indica entonces dónde se encuentra la zona portuaria, el distrito financiero del Downtown, y contemplamos ese gran vacío, llenado tan sólo por la nube de polvo que sube incesante desde los escombros y mancha este cielo azul de septiembre.

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