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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Un penoso trapicheo

La renovación de los órganos constitucionales

EL ACUERDO PARA RENOVAR los órganos constitucionales alcanzado entre el PP y el PSOE, anunciado con euforia y orgullo por sus respectivos portavoces, fue acogido con justificado recelo tras unas negociaciones desarrolladas a la vista del público a golpe de peleas y vetos. En cualquier caso, la impertinente réplica dada por el vicepresidente Rato a Jesús Caldera en la sesión de control al Gobierno del pasado miércoles, acusando a los socialistas de tratar de colocar en la Comisión Nacional de Energía a un aspirante no idóneo que había quedado marginado de las otras instituciones, ha puesto en riesgo el criticado pacto.

La anómala decisión -sin precedentes- de hacinar en un mismo autobús las 36 plazas vacantes de órganos tan diferentes por sus funciones como el Tribunal Constitucional (TC), el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el Tribunal de Cuentas (TDC) fue muy probablemente una argucia negociadora de los populares. El obcecado empeño de los socialistas por situar en alguna institución estatal -de designación parlamentaria o gubernamental- a un ex ministro y a otros dirigentes del PSOE sirvió de palanca a los habilidosos representantes del PP para mejorar sus posiciones en el reparto de los órganos más relevantes.

Populares y socialistas siguen sin respetar los requisitos de prestigio profesional, independencia política y elección consensuada con los demás partidos de los miembros de los órganos constitucionales

La ingenuidad socialista de aceptar un intercambio desigual entre el Tribunal de Cuentas (un órgano de naturaleza administrativa con mayoría predeterminada del PP) y dos órganos tan básicos para el Estado de derecho como son el TC y el CGPJ aumentó los daños ya considerables causados a los valores constitucionales por una negociación bilateral excluyente y sectaria. El pacto constitucional de 1978 -del que forma parte la elección por mayoría cualificada de esos órganos- también comprometía a sus firmantes para el futuro y les vinculaba a lograr siempre el consenso más amplio posible en las cuestiones de Estado.

Aunque la ideología ultraconservadora del candidato a magistrado del TC Roberto García-Calvo cuadre a la perfección con su caricatura descalificadora del consenso constitucional (La justicia en crisis, 1994, página 43), resulta desolador que las dos principales fuerzas parlamentarias estén socavando, inconsciente o irresponsablemente, esa clave de bóveda de nuestro sistema democrático mediante prácticas partidistas. El veto del PP a la candidata del PNV para el CGPJ y la falta de respuesta a las sugerencias de CiU sobre el TC ejemplifican esa visión distorsionada del consenso.

La interpretación laxa o incluso fraudulenta por los partidos de un requisito expreso -la reconocida competencia- exigido por la Constitución a los miembros de esos órganos es la causa del galopante deterioro y desprestigio del TC, el CGPJ y el TDC. Todavía más grave es que los candidatos no cumplan una obvia condición implícita: la independencia respecto a los partidos cuyos grupos parlamentarios deben elegirlos. Los portavoces Luis de Grandes y Jesús Caldera han expresado con descaro rayano en el cinismo la teoría de que PP y PSOE, capaces de reunir solos los tres quintos de las Cámaras, tienen derecho a fijar -primero- sus respectivas cuotas en blanco en proporción a los escaños precisos para alcanzar la mayoría cualificada y a rellenar -después- esos casilleros vacíos a su entero gusto (según el modelo de Calígula y su caballo), sin que el interlocutor pueda valorar a los candidatos en función de sus convicciones constitucionales, su idoneidad profesional y su independencia política. Los hechos han confirmado los temores expresados por el TC en una sentencia de 1986: el peligro de desnaturalización de los órganos constitucionales si las Cámaras distribuyen los cupos a cubrir en proporción a la fuerza parlamentaria de cada grupo. Porque la lógica del Estado de partidos, válida en los demás campos, obliga a mantener al margen de la lucha interpartidista ámbitos de poder como la interpretación de la Constitución, el gobierno de los jueces y la fiscalización de las cuentas públicas.

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