Confesión de parte, en tiempo de probación
El tiempo de probación no es el más indicado para hacer mudanza, decía Ignacio de Loyola. Pero puede serlo -y ésa es ya mi opinión- para hacer confesión o para dar testimonio acerca de lo que está sometido a prueba.
En este caso parece que es la Iglesia católica, en su versión española, a la que le ha tocado la hora de la probanza. Sus propias fuentes hablan de campaña desatada, de tribulación. Hasta el término persecución ha salido de labios episcopales. ¿Qué está ocurriendo para que la Iglesia se sienta zaherida y zarandeada por una de esas tormentas en las que, a decir de fray Luis de León, 'el cierzo y el ábrego porfían'?
La espesura de la probación. Cualquier español medianamente avisado sería capaz de enumerar las aflicciones en las que se ha visto la Iglesia en este 2001 y los varapalos sucesivos que han caído sobre sus espaldas. Todo empezó en el mes de febrero, con aquella airada polémica en torno al pacto antiterrorista que derivó en la pretensión de que se dictara excomunión sobre los etarras. Vinieron enseguida aquellas insólitas noticias sobre violación de religiosas en territorios de misión enlazadas con inesperadas novedades de la oficina española de las Obras Misionales Pontificias. Saltó a continuación el llamado 'caso Vidal', que ponía en tela de juicio la probidad doctrinal de un conocido moralista.
En espera quizá de otros sinsabores, como fue la rocambolesca historia del arzobispo Milingo, surgieron tensiones reiteradas a propósito de funerales y responsos en parroquias del País Vasco. Y antes de que llegaran asuntos tan estelares como los de Gescartera y los profesores de religión, ciertas declaraciones de prelados catalanes sobre el uso del catalán y el trasvase del Ebro mantuvieron la tónica de acritud.
Era yesca más que sobrada para montar con ella una pira monumental. Y en el incendio colaboraron intensamente los medios de comunicación con acentos que alguien ha llamado 'la apoteosis del estridentismo'. Para unos había motivo suficiente para la zurra ideológica. Para otros ha sido la exacerbación de la hipertrofia informativa y opinativa. Tres diócesis sobre sesenta y siete, 'víctimas' de Gescartera, y cuatro profesores de religión frente a más de dieciséis mil en la, por ahora, última refriega. No ha faltado quien entendiera que volvía aquella España de la maza y la charanga, del hacha y la pandereta, que ya dibujara Antonio Machado. Esta vez con generosas dosis de acidez de estómago para muchos portavoces, tertulianos y columnistas.
¿Anticlericalismo o antieclesialidad? El resultado de tan áspera y dilatada pendencia no se alejará mucho de esta apreciación personal. La Iglesia se ha sentido acosada, vapuleada, malinterpretada e injustamente juzgada y sentenciada. Por su parte, los católicos en general han asistido al espectáculo con sorpresa y desconcierto, zarandeados entre la pertinacia acusadora de muchos medios y las tardías y no siempre coherentes explicaciones de las instancias eclesiásticas. Y en cuanto a la sociedad en general, se ha producido una monumental división de opiniones con una amplia manifestación de crispación y de desaires hacia la Iglesia. La prueba, en la nutrida cosecha de chistes, viñetas, comentarios y chirigotas que han saltado a la calle. ¿Han vuelto los tiempos del anticlericalismo o más bien se han desatado los de la antieclesialidad?
Lo digo porque el estrambote que el tremebundo ataque terrorista a Nueva York y Washington ha puesto a toda esta polémica ha introducido la especie de que las religiones engendran la intolerancia y ésta a su vez produce el terrorismo fanático. Una de las viñetas más estridentes que se han publicado estos días presentaba a Dios Padre apareciendo entre las nubes y haciendo saber: 'Me he dado de baja en todas las iglesias y religiones'.
Una seria crisis Iglesia-sociedad. Ante el bronco panorama descrito, no me parece exagerado afirmar que en este momento están en crisis las relaciones de la Iglesia católica con la sociedad española. Yo la percibo como crisis de confianza, de credibilidad, de imagen. Abundan las sospechas, las reservas, los desencuentros. ¿Cuál sería el resultado de una encuesta fiable que hoy indagara sobre el grado de aceptación y de estima de la Iglesia en la sociedad española? Los tiempos bonancibles de la transición se alejan cada vez más. La secularización creciente y la consiguiente ignorancia religiosa hacen que hoy se desconozca no sólo la peculiar organización de la Iglesia, sino también sus motivaciones profundas. Lo que vaya más allá de la ética del consenso social y democrático ni se entiende ni se acepta en grandes sectores de la ciudadanía. Ahí hay un índice, sólo uno, de la gravedad y de la extensión del asunto.
Ante una crisis de esta naturaleza es obvio que la Iglesia no puede permanecer impasible, mirando a las nubes. Tendrá que gestionarla en orden al diálogo con los individuos y la sociedad que le corresponde por misión específica. Y para ello será preciso que la Iglesia haga también su respectivo examen de conciencia. ¿En qué y hasta qué punto se ha dado pie a lo que, indebidamente magnificado, ha originado esta crisis? ¿Cuál ha sido su comportamiento informativo y el rendimiento de sus propios medios de información y de opinión? ¿Está la Iglesia dispuesta a la rectificación de lo que le corresponda en el reparto de responsabilidades? Aquella vieja sentencia según la cual 'contraria contrariis curantur' no sería mala pauta en estos momentos de crisis y de corrección de rumbos y posturas.
Mi confesión de parte. Personalmente, y tras haber vivido el desarrollo de esta crisis con atención y con pesar, entiendo que se ha acentuado agriamente la caricatura de la Iglesia y se ha desfi-gurado su rostro verdadero. Seguro estoy de que la Iglesia tendrá la fuerza y la cordura suficientes para enmendar el desaguisado y recuperar ante la sociedad los rasgos de su verdadera identidad.
Me anima en tal esperanza mi propia biografía de pertenencia libre a la Iglesia y de permanencia gustosa en su tejido. Sé de sobra que, a pesar de fallos, orquestaciones y caricaturas, la Iglesia sustancialmente es responsable, misericordiosa, desprendida, servidora del prójimo, seguidora del evangelio de Jesús y de los caminos de Dios. ¿O tendré que tirar ahora los trastos de mi fe cristiana porque Sánchez Dragó haya sostenido la tesis grotesca de que el cristianismo es la peor desgracia que ha podido ocurrirle a la humanidad? ¿O habré de comulgar a estas alturas con lo que escuché un día en público a aquel intelectual, de cuyo nombre no debo acordarme, que sostenía que la Iglesia ha sido la culpable de la intensa burricie de la sociedad española, cuando él mismo debía su exquisita formación académica a los jesuitas?
Al presentar mi propia confesión de parte en este conflicto podría padecer un defecto de perspectiva por ver a la Iglesia desde cerca y juzgarla desde dentro. Es posible. Pero no sería más grave que la deformación que puede aquejar a los que por sistema la ven y la juzgan deliberadamente desde fuera y desde lejos.
Uno puede admitir que tampoco en el monte de la Iglesia es todo orégano. Incluso que en su servicio a ella no siempre le ha ido tan bien como era de esperar. ¡De acuerdo! Pero esa Iglesia hosca, mezquina, anacrónica, pesetera, intolerante, oscurantista, enfrascada en su bienestar y alejada de las necesidades de los hombres, esa Iglesia que resulta de los brochazos con que se ha dibujado ahora su caricatura, yo no la conozco. Es más, creo honestamente que no existe.
Joaquín L. Ortega es director de la Biblioteca de Autores Cristianos.
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