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Columna
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Franz

El hombre es lo que come y lo que lee, dijeron Aristóteles y Pepe Carvalho, en extraña coincidencia por encima de los siglos. Y si alguien inventara una máquina para detectar de qué sustancia están hechas las emociones fundamentales de varias generaciones de españoles aparecería el TBO como medio de comunicación orgánico, urdidor de ideologías y propuestas de acción, algo así como Pravda o Abc, pero con diferentes objetivos. Uno de los más singulares protagonistas del TBO era el profesor Franz de Copenhague, seudónimo de un técnico catalán, el señor Ramón Sabatés, el único conciudadano que sin hacer caso de las consignas de Unamuno, estuvo inventando sistemáticamente a lo largo de más de 50 años y ofreció sus hazañas imaginativas a millones de niños y adolescentes.

A los ochenta y pico, el señor Sabatés y su esposa, que sobreviven en una residencia de ancianos de Sant Just Desvern (Barcelona), víctimas de la globalización o de algo parecido, y unas amigas han montado la exposición de las hazañas de este dibujante y técnico que en cada TBO demostraba que los hombres, incluidos tal vez los españoles, se diferenciaban de los animales porque pueden inventar máquinas y escribir, aunque sea con faltas de ortografía. Se venden también los dibujos del profesor Franz de Copenhague para que su creador pueda permitirse algún capricho en sus últimas décadas de vida; por ejemplo, soñar con máquinas y tomar helados sin azúcar, es un decir, porque desconozco los gustos del matrimonio Sabatés, pero voy a hacer cuanto pueda para comprarles una historieta y enmarcarla como si fuera a la vez un retrato y un espejo, retrato de una época, espejo de mí mismo.

Entre otros inventos del profesor Franz de Copenhague recuerdo su propuesta, perfectamente dibujada, de una máquina capaz de convertir la arena de la playa en un delicioso manjar, conmovedora apuesta en tiempos de racionamiento, pan negro, granos de arroz rojiblancos que parecían del Atlético de Bilbao y aceites comestibles de textura y olor semejante al linimento Sloan o al Parche Sor Virginia. Pero gracias a Sabatés y a otros genios como él podías soñar que todo el monte era orégano y toda la playa caviar, iraní, claro. Beluga, por descontado.

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