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Columna
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Los caminos del Señor

Juan José Millás

Él iba todos los martes a Barcelona por asuntos de la empresa y ella siempre imaginaba que se quedaba allí. Barcelona era en su fantasía un espacio irreal del que algunas personas no lograban volver. Su marido, sin embargo, volvía siempre y sin haber perdido un ápice de autenticidad. Casi podríamos decir que regresaba más auténtico, en el peor de los sentidos, de lo que se había ido. Los martes, en fin, eran días felices hasta que por la noche oía deslizarse la llave de él en la cerradura.

Aquel martes ella tuvo la premonición de que el avión sufría un accidente en el que perecían todos los pasajeros. La tuvo antes de salir de la cama, con un pie en el sueño y otro en la vigilia, y pensó que la idea se le quitaría de la cabeza bajo la ducha, o mientras preparaba el café.

Lejos de eso, la sensación de que algo iba a pasar aumentaba a medida que entraba en la vida real. Durante el desayuno estuvo a punto de pedirle que no fuera ese día a Barcelona, pero logró contenerse y le despidió en la puerta con naturalidad. Él ni siquiera advirtió que le decía adiós de un modo un poco raro.

Cuando se quedó sola, encendió la radio y esperó ansiosamente a que dieran la noticia. Tardaron algo más de una hora, pero se había caído un avión, en efecto, y era aquél en el que viajaba su marido. Apagó la radio, como para no darse por enterada todavía, y se puso a hacer las faenas domésticas esperando que sonara el teléfono de un momento a otro.

A la hora de la comida aún no había recibido ninguna llamada, pero no se preocupó al considerar que la identificación de las víctimas sería muy laboriosa. Lo importante era que se había matado. Comió un tomate con sal y se sentó frente al televisor, aunque sin fijarse en el programa, pues estaba planificando una vida fantástica. Vendería la casa, que se encontraba en las afueras, y se iría al centro, para vivir cerca del los cines, del bullicio. A su marido nunca le había gustado Madrid, por eso vivían en la periferia. Ella detestaba la periferia. El seguro de vida era muy alto y se duplicaba en caso de accidente. No tendría problemas para salir adelante. De súbito, le pareció que era relativamente fácil convertir las fantasías en realidad. Lo lamentó un poco por el resto de los pasajeros, pero sin sentirse culpable, pues no podía haberles avisado uno a uno de su premonición. Además no la habrían creído. Las premoniciones estaban muy mal vistas.

A media tarde empezó a inquietarse, pero puso la radio y dijeron que ni siquiera habían comenzado las tareas de identificación. Lo raro, pensó, es que tampoco la hubieran llamado de la empresa de su marido, pero lo achacó a la incompetencia. A las siete se fumó un cigarrillo y se sirvió una copa de vino blanco frío. Llevaba un año sin fumar y sin beber, pero pensó que la ocasión lo merecía.

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A las ocho y media, al escuchar un ruido proveniente de la entrada, se asomó al pasillo y vio entrar a su marido con toda naturalidad. Lo primero que pensó es que era un aparecido. Muchos muertos no se daban cuenta inmediatamente de que estaban muertos y seguían haciendo las mismas cosas que cuando vivían. 'Le diré que está muerto', pensó y desaparecerá enseguida.

Al rato se dio cuenta de que no estaba muerto. Al contrario, tenía más vitalidad que por la mañana. Dedujo que los martes no iba a Barcelona, sino que se encontraba con alguna amante en algún sitio muy aislado, pues no sabía nada del accidente.

-¿No te has enterado de que tu avión ha tenido un accidente y que estás muerto, cabrón?

-¿Qué dices, mujer?

-Que todavía no te han identificado. ¿Es que no has oído la radio en todo el día?

Él se puso rojo de vergüenza y durante unos instantes dudó si hacerse el aparecido. Pero un aparecido no comía con tanta hambre, de modo que prefirió callar.

-Pues para mí desde ahora estás muerto -dijo ella marchándose a la cama sin ver la televisión.

Él empezó a hacerse desde ese día el muerto y sus relaciones, sorprendentemente, mejoraron lo indecible. Los martes dejó de fingir que iba Barcelona y los pasaban juntos, en la cama, como si fueran amantes clandestinos. Descubrieron la necrofilia los dos al mismo tiempo y hace unos meses conocieron el placer de tener hijos póstumos.

Ahora, por fin, son una familia feliz, normal, de las que conoces cada día y de las que te despides cada noche.

Los caminos del Señor son inexplicables.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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