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LA CRÓNICA
Columna
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Dos clarinetes

Nuestras cincuenta mejores amigas se enamoraron de un músico alemán de esos con melena y chaleco. Una melena y un chaleco que resumían el tipo de noches que pasaba, las drogas que fumaba y las enseñanzas de don Juan que recibía. No es que fuera guapo, es que tocaba el clarinete. Lo perseguían por las fiestas mayores, y lo escuchaban, sentadas al lado del altavoz negro, que es ese lugar donde siempre se colocan: a) la madre con niño que no quiere dormirse si no es allí; b) el loco del pueblo; c) las que pretenden los favores de alguien de la orquesta. Una noche se atrevieron a decirle que querían estudiar el instrumento, y él, que tenía esa amabilidad de los setenta, se ofreció para darles clase (pagando ¿eh?, pagando, se entiende). Las acompañó a casa Beethoven a comprar un clarinete de segunda mano (decía que suenan mejor y le creyeron, 23.000 pesetas de la época). Verle chupando la caña del uno y medio que se traía de casa, previamente rebajada con una hoja de afeitar, fue un delirio. El clarinete elegido era de madera oscura (algunos son de pasta) marca Jean Martin (París). Ese día nuestras amigas se hicieron dos promesas: aprenderían a tocar el clarinete. Jamás tolerarían una metáfora sobre la sensualidad de un instrumento musical. Empezaron las lecciones, en casa del músico, que vivía con su madre (y asistía a las clases para distraerse, sentada en una silla, y llevando el ritmo con la cabeza).

Mañana llega a Barcelona un clarinetista de excepción: Woddy Allen. El clarinete es un instrumento que ha dejado una larga cola de intérpretes frustrados

La primera canción que aprendieron fue Reloj. Si daban una nota en falso, la madre ponía cara de dolor, como cuando te pisan un pie.

'¡Más lechero, hombre, más lechero!', les decía el músico a nuestras amigas, y ellas creían que les recriminaba que tocaban con demasiada finura, así que procuraron ensayar un estilo más 'de granja'. '¡¡Os he dicho lechero!!', chillaba histérico. Al final lo comprendieron: quería decir 'más leggero'. Todo fue bien hasta que llegó el día de 'pasar al pasillo'. Pasar al pasillo, en el argot de madre e hijo, era tocar caminando como las bandas. 'Hoy pasan al pasillo, mamá', le anunció él, en alemán. Jamás lo consiguieron. A la que daban un paso todo se desmoronaba. Qué fácil parecía cuando lo hacían Gaby, Fofó y Miliki. El día que por fin salieron los primeros acordes de 'mami que será lo que tiene el negro' en el pasillo, por fin el clarinetista se acostó con nuestras amigas. Ellas siempre lo habían sabido. La lástima es que a la primera de cambio, el clarinetista cometió el pecado de comparar la guitarra con el cuerpo de la mujer y ellas no volvieron por allí, pero siguen tocando el clarinete lechero. Sin pasillo, porque ellas siempre han sido más de jazz.

Puede que algunos clarinetófilos tengan una relación aséptica con el clarinete y que, en el momento de comprárselo ya sepan si será alto o soprano, Jean Martin (París) o Yamaha (el mundo). Otros, en cambio, son más impulsivos. Un día, al verlo en el escaparate de una tienda, no pueden resistir la tentación, entran, pagan el rescate y se lo llevan a casa como quien se encapricha de un hámster de la Rambla. La comparación no es gratuita. Al igual que las bestias y las plantas del padre Mundina, los intrumentos necesitan mucho cariño. No vale mimarlos unos días y luego abandonarlos. Una vez en casa, proceden a montarlo. Con cara de virtuoso en trance, soplan pensando que si un retaco hipocondriaco como Woody Allen lo tocaba, no podía ser tan difícil. Y una mierda. Las notas se niegan a sonar, pese a seguir los consejos del profesor o del método Klosé. Tras cada sesión, sin aire en los pulmones, limpian las babas con una escobilla, y guardan la bestia en un estuche con orografía de sarcófago. Es duro: tienen pesadillas en las que J. C. Denner, el teutón que a principios del siglo XVIII inventó el clarinete a partir del chalumeau, grita la frase de André Grety: 'Es un instrumento que expresa el dolor'.

Pero un día, tras muchos ensayos, ellos, que no querían pasar por imitadores de Woody Allen y que tocaban la guitarra para despistar, logran que suene, esa, oh, primera nota. Quieren compartirla, por supuesto. Abrir la ventana y dejar que planee sobre la ciudad. Como el arranque de Rhapsody in blue que rasga -toma ya- la partitura de Gerswhin tan bien interpretada por los dibujos de Fantasía 2000, ambientada en un tiempo similar al que retrata La maldición del escorpión de Jade, el último vodevil alleniano. Pero fracasan. Como el nombre del director en boca de los que antes le adoraban y ahora le aborrecen por las mismas miméticas razones, como el entusiasmo de nuestras 50 mejores amigas tras acostarse con el profesor de clarinete y pensar que aquest any sí, la ilusión se desvanece. Así pues, a los clarinetistas frustrados, sólo nos queda suspirar, escribir un artículo dedicado a todos los clarinetes olvidados en sarcófagos y estanterías y constatar nuestro fracaso mientras esperamos que se estrene La maldición del escorpión de Jade. Si no ocurre ninguna catástrofe, Woody Allen llegará mañana para promocionar su estreno, previsto para el 11 de octubre. Sospechamos que en su equipaje no llevará un clarinete porque se lo habrán requisado en el control de seguridad del aeropuerto.

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