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Columna
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Olores

En la aglomeración rural alicantina de La Alcoraya, los vecinos están hartos de los malos olores que surgen de un secadero de lodos y han exigido aire puro al alcalde Díaz Alperi. '¡Esto huele a mierda!', dijo muy alterado uno de ellos, mientras participaba en la cacerolada con que él y sus vecinos interrumpieron el pleno del Ayuntamiento. Pobre hombre, pensé yo, se enfrenta con ruido de cacerolas a políticos profesionales: perderá la guerra.

Y puesto que de guerra hablamos, ¿cómo no mencionar la que se nos viene encima con esa denominada Operación Justicia Infinita, que sonaría a chiste en boca de George W. Bush, si no fuera porque están en juego muchas vidas que, convertidas luego en cifras asépticas, formarán parte en los tratados de historia de los daños colaterales que siempre padece la población civil?

Pero no quiero desviarme: hoy divago sobre olores. Estábamos en el olor a mierda en La Alcoraya, que me recuerda al que emana de las alcantarillas de Valencia durante los calores del verano. Dios te libre, viajero, de hacer turismo en la ciudad de Rita Barberá durante el mes de agosto, porque podrías terminar recibiendo oxigenoterapia en la unidad de cuidados intensivos.

Y, de olor en olor, diré que acabo de ver la nueva versión alargada de Apocalypse Now, la obra maestra de Coppola. Resalto aquí una escena pavorosa, en la que un oficial amante de Wagner y de los sombreros de cowboy, afirma envuelto en el humo de las bombas: 'It smells victory'. Es posible que en las selvas que bordean el río Mekong oliese a victoria para él y para los psicópatas de su camada, pero desde luego no para los vietnamitas achicharrados por el napalm. A ellos, los muchachos del Tío Sam les olían a muerte, a una muerte que alimentaba el odio al agresor y la determinación de no dejarse avasallar.

Menos mal que, en la amalgama que muchos medios de comunicación occidentales han pretendido hacer estos días pasados entre el Islam inmenso y el grupo estadísticamente exiguo de terroristas que arrasaron el World Trade Center, han surgido voces y plumas capaces de hacer un análisis sereno, sin quedarse en la fachada del horror neoyorquino. Las causas de este ataque terrorista vienen de lejos, se inician con el olor a bomba atómica en Hiroshima, continúan con multitud de guerras de estrategia y terminan, por ejemplo, con el millón de niños y mujeres iraquíes que han muerto de hambre y enfermedades a causa del bloqueo impuesto por EE UU. ¿Cómo amar al verdugo?

El olor agudo a víctimas inocentes de Manhattan no debería de atascar nuestras fosas nasales, ocultándoles ese otro olor crónico a miseria planetaria, a esa miseria que nada preocupa a estos nuevos cruzados de la justicia y que los políticos neoliberales alimentan sin reparos cada vez que, día a día, abdican de poderes lentamente adquiridos durante decenios de lucha para dejarlos en manos de las compañías multinacionales que hoy nos gobiernan.

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Empecé esta columna en clave local -el olor a mierda en la Comunidad Valenciana- y salté después a lo universal: el olor a guerra. Regreso de nuevo a la pequeña región de la España en que vivimos, con un olor que impregna la cúpula de la Generalitat. ¿A qué huelen el presidente Zaplana y sus amigos? ¿A Armani? No, huelen a dinero.

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