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Tribuna:POR UNA DEMOCRACIA A ESCALA MUNDIAL
Tribuna
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'Nosotros, los pueblos...'

En San Francisco, en 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, se fundaron, con el liderazgo norteamericano, las Naciones Unidas, cuya Carta comienza así: 'Nosotros, los pueblos, hemos decidido evitar a las generaciones futuras el horror de la guerra'.

Cuatro años antes, en Pearl Harbour, el domingo 7 de diciembre de 1941, Japón atacó por sorpresa la Base Naval de Hawai, que decidió la plena implicación de los Estados Unidos en la conflagración mundial. Sesenta años después de Pearl Harbour, un martes 11 de septiembre de 2001 tiene lugar un atentado terrorista de proporciones inimaginables dirigido a los símbolos de poder de los Estados de la Unión, en Nueva York y en Washington. En los albores del siglo y del milenio, esta horrible tragedia conmociona al mundo entero, tanto por el número de víctimas como por su visibilidad, y produce la mayor crisis internacional desde la Gran Guerra. Toda la familia humana se siente afectada, ya que al sangriento balance de víctimas se añade el dónde y el cómo han tenido lugar los atentados, que replantean aspectos fundamentales de la seguridad a escala internacional y la necesidad de tener en cuenta de nuevo a la humanidad en su conjunto. 'Nosotros, los pueblos...'.

Atentar contra una sola vida es un acto asesino injustificable. Hacerlo contra miles de ciudadanos indefensos es atroz y nos impulsa, consternados e indignados, a contribuir cada uno, con mayor determinación que nunca, a fortalecer la solidaridad con todos los habitantes de la Tierra. Todos unidos, sin fisuras, porque todos hemos sido alcanzados por el impacto asesino. Todos juntos para que no quede impune. Todos juntos para defender cada día unos valores que eviten los desgarros sociales, la marginación y la exclusión. Todos juntos para dar el imprescindible vigor a las medidas que se adopten para paliar rápidamente la 'vulnerabilidad física' que padecemos. También deberemos, todos juntos, aplicar medidas correctoras de la 'vulnerabilidad moral' de nuestros tiempos. Situarnos todos del lado de la vida y prevenir, en toda la medida posible y con todos los medios a nuestro alcance, acontecimientos como los que se han quedado imborrables en nuestros ojos y aquellos que, menos aparentes, constituyen la realidad cotidiana de tantos y tantos seres humanos.

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La consternación producida por este crimen horrendo no debe ofuscarnos, sino que debe mantenernos despiertos y vigías. En los momentos de gran tensión humana, si se piensa grande, si se piensa en todos, se acierta; si se piensa pequeño, en unos cuantos, se yerra. La legitimidad moral implica que la libertad, la igualdad y la justicia se apliquen a escala global.

El fanatismo suicida replantea toda la estrategia bélica y de seguridad a escalas nacional y mundial. Es muy difícil combatir desde la luz a quienes se mueven en la oscuridad. Los Estados Unidos deberían liderar -de modo similar a como lo hicieron en 1945 en San Francisco- una gran Asamblea para la Paz, la Justicia y la Seguridad en las Naciones Unidas, contribuyendo a darles la fuerza y la capacidad de anticipación y de prevención que les es propia: 'Evitar a las generaciones futuras el horror de la guerra'. Como hicieron al final de aquella guerra -guerra de las prácticas más abominables, del genocidio, del holocausto-, los pueblos del mundo se unirían ahora para enderezar muchos rumbos actuales y hacer frente común contra quienes han provocado esta horrenda catástrofe.

El terrorismo, venga de donde venga, es repudiable, sin paliativos. Tengo en mi mente y en mis ojos las imágenes del día 11 y no quiero que se borren de mi memoria, porque la mejor condolencia que podemos ofrecer a los familiares, el mejor homenaje que podemos rendir a las víctimas, es nuestro recuerdo permanente. Y actuar en consecuencia. La enorme herida del día 11 debe hacernos recapacitar... Se ha roto el 'contrato' que venía rigiendo el mundo. Debemos ahora apresurarnos, en estos momentos de incertidumbre y desconcierto, a hacer posible la vigencia de otros contratos en el orden social, medioambiental, cultural y moral.

Los principios y valores universales no se observan con frecuencia en la vida cotidiana de la 'aldea global'. Se tolera la apología del terrorismo, se contempla -como en Camboya, Ruanda, Somalia, Afganistán- el comportamiento perverso de unos líderes que vulneran permanentemente las normas básicas de convivencia, sin que las Naciones Unidas intervengan de inmediato; se transfieren responsabilidades de gobierno a los designios del mercado; se permiten, con toda impunidad, tráficos de capitales, de armas, de drogas, de personas, porque no existen los mecanismos reguladores y punitivos propios del único marco ético-jurídico que existe: las Naciones Unidas, integradas por 'nosotros', es decir, todos los pueblos del mundo.

Unas Naciones Unidas fuertes, que cuenten con el apoyo de todos los países de la Tierra y, en primer lugar, de los más prósperos y poderosos, para 'evitar a las generaciones futuras el horror...'. Las Naciones Unidas que permitieron al mundo remontar el vuelo desde las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, las que aprobaron el 10 de diciembre de 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que constituye una pauta de hondo calado -cuya imperiosa necesidad se agiganta en estos momentos- para orientar la gobernación del mundo. Las Naciones Unidas que decidieron las dimensiones del desarrollo -integral, endógeno, duradero, humano- para que los recursos de toda índole, y el conocimiento muy en primer término, se distribuyesen mejor, y se preservara la diversidad sin fin de la especie humana -diversi-dad que es su mayor riqueza- con la fuerza que le confiere su unión alrededor de unos valores básicos aceptados por todas las creencias e ideales.

Estas pautas no se llevaron a la práctica, salvo por algunos países ejemplares. El resultado, en general, ha sido la explotación de los recursos naturales de los países menos avanzados por aquellos que debieran haberles ayudado a su desarrollo endógeno, el éxodo de los mejores talentos y un progresivo abismo entre las condiciones de vida de los prósperos y los menesterosos. Grandes masas excluidas y hambrientas -miles de seres humanos mueren cada día de inanición- proclaman la urgente necesidad de corregir los actuales modelos de desarrollo, ya que no es sólo la presente inestabilidad lo que está en juego, sino las propias condiciones de vida sobre la Tierra para nuestros descendientes.

Poco a poco, las funciones de las Naciones Unidas para la construcción de la paz (peace building), esenciales y propias de su misión, se han sustituido por funciones de mantenimiento de la paz (peace keeping) y de ayuda humanitaria, al tiempo que en el escenario global los 'pueblos' se iban difuminando y aparecían aquellos más avanzados en bienes materiales. Grandes conglomerados públicos y privados actúan sin 'códigos de conducta' que, a escala supranacional, sólo las Naciones Unidas podrían establecer. Las recomendaciones de la Cumbre de la Tierra (Río de Janeiro, 1992) sobre el medio ambiente, los 'compromisos' de la Cumbre de Copenhague (1995) sobre desarrollo social, la Declaración y Plan de Acción sobre una Cultura de Paz (septiembre de 1999), siguen en el 'firmamento', observables, como tantas otras recomendaciones y declaraciones, desde todos los rincones de la Tierra..., pero no observadas.

Hoy está claro que no se puede dejar en manos de unos cuantos -y mucho menos sólo en las del 'mercado'- la gobernación del mundo, sino que debe hacerse sobre la base de unos principios generalmente reconocidos. Bien entendido, la paz y la justicia no dependen sólo de los gobernantes. Dependen, sobre todo, de cada uno de nosotros, que debemos saber construirla en nosotros mismos, en nuestras casas, evitando la violencia en y con nuestro entorno. Necesitamos ahora, con urgencia, unas Naciones Unidas a la escucha del mundo, capaces de hacer uso de la fuerza cuando sea necesario. Capaces no sólo de identificar, sino de castigar a quienes transgredan las normas internacionales de convivencia. Se impone ahora con urgencia una nueva estrategia en la que nadie que atente contra el derecho fundamental a la vida quede impune. Y para reducir a la mínima expresión el reducto de fanáticos extremistas y deshumanizados, tendremos que invertir mucho más en seguridad ciudadana; por ejemplo, menos en aviones de guerra convencional y más en los mecanismos de seguridad de la aviación civil... La solución es la democracia a escala mundial: la voz de los pueblos, de todos los pueblos. Parlamentos, consejos municipales, medios de comunicación: la voz de los sin voz llegaría a través de ellos a las instancias de toma de decisión. Con ellos alcanzaríamos la 'solidaridad intelectual y moral de la humanidad' que proclama la Constitución de la Unesco, uno de los documentos más luminosos del siglo XX, que comienza así: 'Puesto que las guerras nacen en las mentes de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz'. Construir la paz a través de la educación de todos durante toda la vida.

Desde siempre vivimos en el contexto de la ley del más fuerte. 'Si quieres la paz, prepara la guerra', proclama un adagio especialmente perverso. Tendremos ahora que pasar de una cultura de predominio a una cultura de diálogo, de una cultura de imposición a una de relaciones 'fraternales', como reza el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tendremos, en suma, con el impulso espiritual que nos confiere el horror del 11 de septiembre y con la colaboración de todos los pueblos, que hacer posible la transición de una cultura de guerra a una cultura de paz y no violencia, empezando con nuestro comportamiento cotidiano, que constituye la suprema expresión de cultura. El pasado ya está escrito. Sólo podemos describirlo, y debemos hacerlo fidedignamente. Pero el porvenir sí que debemos escribirlo de forma diferente. El futuro podemos y debemos escribirlo todos juntos, inspirados en los grandes valores universales, en favor de la dignidad de toda la especie humana.

Federico Mayor Zaragoza es presidente de la Fundación Cultura y Paz.

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