El lago de los cisnes
Ha empezado la temporada del Liceo; y allí estábamos, en el reconstruido Liceo, como cuando éramos niños, como cuando éramos jóvenes, como cuando éramos viejos, como cuando estábamos muertos, celebrando el ritual que vienen repitiendo generaciones de barceloneses: ver El lago de los cisnes. Estaba el coliseo del arte lírico tutto in fior, in bellezza. Empezó la función y oscureció la sala, salvo por las barrigudas balconadas de los palcos, de cuyas doraduras las lámparas votivas arrancaban algunos reflejos mates, apagados. A nadie disgusta la música de El lago de los cisnes ni su romántico argumento: a un joven príncipe su madre le empuja a elegir novia entre las muchachas más bellas del reino, pero a él le repugna la oferta, porque está enamorado de un ser hechizado, híbrido -reina de los cisnes de día, Odette de noche-. Sobre el escenario aparecieron los bailarines del ballet de San Francisco vestidos de tapiz de sofá, representando la fiesta en la corte del príncipe Siegfried, y luego el decorado y la iluminación se hicieron azules para que los cisnes embrujados bailasen el célebre vals, y todo era espléndido hasta que empezó el divertimento de las danzas folclóricas: primero la española, luego la húngara, luego la napolitana y luego la polaca... Un fastidio. Me distraje pensando... en Caminal. ¿Dónde estaría Caminal? Seguramente, caracterizado como El Fantasma de la Ópera, irreconocible con su máscara blanca, se esconde entre bambalinas, cuelga de sogas y poleas a una altura vertiginosa, corretea por pasadizos truculentos con una bailarina en tutú desmayada en sus brazos y la capa flotando como las alas de un murciélago, o aguarda el momento del próximo golpe entre las telarañas de un secreto desván de este teatro que nadie conoce mejor que él. Este antihéroe me parece admirable y proteico, pues ha protagonizado cuatro hazañas inéditas: una, la quema del Liceo, higiénica y purificadora; dos, su reconstrucción posmoderna, un anacronismo kitsch como no se había visto nunca; tres, la dirección del Fòrum de les cultures, y cuatro, su renuncia por sorpresa, noqueando de un solo golpe a tres administraciones. El solitario genio del mal embrolla sus pasos, va y viene, hace y deshace, y para que su libreto sea perfecto sólo le falta lanzar de vez en cuando una carcajada sobrecogedora, tan diabólica como doliente -¡sufre!-, sobre la platea y los palcos donde la burguesía barcelonesa que aún no se ha pasado a Rivaldo bosteza, ajena a todo y esperando que acaben los saltitos folclóricos en el escenario.
¿Dónde estaría Caminal? Seguramente, caracterizado como 'El Fantasma de la Ópera'
La temporada se inicia con El lago de los cisnes y concluye muy apropiadamente con Tristán e Isolda. Tristán sí, Parsifal no, de ninguna manera. Tenemos un prejuicio ideológico contra esa obra que Wagner compone en 1876, exactamente al mismo tiempo que Chaikovski compone El lago de los cisnes, y que supone la conversión de Wagner al redentorismo cristiano. Es inevitable recordar que el recelo de Nietzsche contra Wagner estalla en indignación con Parsifal. Al filósofo, desde tiempo atrás, el patriotismo, el antisemitismo y el filisteísmo de su antiguo maestro y amigo le provocaban náuseas y jaquecas, pero cuando Wagner, durante un paseo por Sorrento, le explicaba sus propósitos con Parsifal, Nietzsche vio colmado el vaso de su paciencia, se disculpó bruscamente y se marchó en el crepúsculo. Ya no volverían a verse, y Nietzsche le dedicó sus páginas más coléricas e implacables.
Recordando esto mientras Caminal, disfrazado del malvado mago Von Rothbart (el que ha hechizado a Odette para que el príncipe la confunda trágicamente con 'el cisne negro' Odile y se case con ésta), trenza sus marrullerías por el escenario, nos sentimos inevitablemente empujados a las comparaciones: ¿es posible imaginar que un debate intelectual así, algo de nivel parecido al enfrentamiento de Nietzsche contra Wagner por cuestiones de religión, arte, ética y estética, se produjera en España, entre nosotros, hoy?... ¡En modo alguno! Podemos apostar a que este curso, como el pasado, en Madrid, en Barcelona y en la feria de Guadalajara, el debate de los intelectuales se seguirá centrando en a quién hacen más propaganda y a quién ningunean, y otros temas de parecida trascendencia. Y ahora sí me parece oír la carcajada diabólica del genio del mal.
En fin, seguiremos la temporada hasta el final, pues una de las cosas más tranquilizantes de la vida es la de la repetición de las rutinas placenteras. 'Quédate hasta que entre Tristán', le decía desde la cama Dalí, en su interminable agonía, a Pitxot cuando éste, consultando su reloj, insinuaba que tenía que largarse. Y Pitxot esperaba escuchando los violines hasta la entrada de Tristán.
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