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Apocalypse Now

Emilio Lamo de Espinosa

Nuestro mundo ya no volverá a ser el mismo, pues el desplome de las dos majestuosas y orgullosas torres del Centro del Comercio Mundial es un hito que marca una nueva etapa, quizás incluso abriendo simbólicamente el siglo XXI, al igual que otra caída arquitectónica, también espectacular y televisada, la del muro de Berlín, marcó el fin del siglo XX. Y lo que veíamos desmoronarse al tiempo que, atónitos, se desmoronaban como un castillo de naipes esas obras de ingeniería y vanidad humana, era la confianza, la confianza en el orden seguro de las cosas, la confianza en el poder, la confianza en la inteligencia del Imperio, desarmado, incapaz, herido, desorientado durante varias horas. No sabemos quién lo ha hecho; tampoco es lo más importante. Todo apunta a una acción del terrorismo islámico, pero lo mismo se dijo cuando el atentado de Oklahoma y el autor resultó ser un ciudadano americano, más populista que de extrema derecha, héroe de la guerra del Golfo. Lo importante es que, sea quien sea su autor, la víctima herida y golpeada es el corazón del poder mundial, que muestra así su vulnerabilidad. Pues si los dos impactos sobre las torres son la parte espectacular, un brindis a Hollywood, el impacto sobre el Pentágono es la humillación de la fuerza e inteligencia del Imperio. Ya nadie puede estar seguro y ni siquiera el escudo antimisiles de Bush garantiza nada. No son misiles lanzados por claros enemigos lo que nos amenaza, sino fuerzas oscuras que emergen de entre nosotros, movidas por ideologías fanatizadas y no por intereses estratégicos, y que extraen su fuerza de nuestras propias debilidades, no de su arsenal o su capacidad.

Cuando se pierde la confianza, ésta es difícil de recobrar. Máxime cuando es consecuencia de nuestra enorme vulnerabilidad. Un buen número de sociólogos llevan más de una década analizando la sociedad riesgo moderna. La complejidad sociotecnológica de nuestras sociedades, que reposan en sistemas expertos encadenados en redes de interacción cada vez más vastas, generan situaciones de alto riesgo tanto más difíciles de controlar cuanto más extensas y profundas sean esas cadenas de interacción. Chernóbil ha sido el símbolo y el argumento más sólido de los teóricos de la sociedad riesgo, como más tarde lo fueron las vacas locas o los problemas medioambientales. Ninguno de ellos pensó en la seguridad ante el terrorismo. Pero para la caída de las torres hicieron falta no una, sino dos bombas. La primera, un simple y anticuado avión cargado de keroseno, ciertamente no un arma sofisticada. Pero sí era sofisticada la segunda bomba, las propias torres que no pudieron soportar el impacto. El avión no causó las muertes; las causaron las torres inmensas cuyos diseñadores habían previsto todo menos eso, como los diseñadores del Titanic previeron todo menos lo que acabó ocurriendo. El orgullo de la arquitectura fálica, símbolo visible de la mundialización económica y donde se alojan buena parte de los grandes bancos de inversión y los operadores de bolsa, caía estrepitosamente arrastrando a miles de personas a un infierno de polvo y cascotes. Es mucho más que un símbolo de la vulnerabilidad de los soportes materiales, informáticos, energéticos o comunicacionales de nuestras sociedades. Hemos sustituido un entorno, un medio ambiente natural, por otro tecnológico, y éste es de tal complejidad que es imposible calcular las consecuencias últimas de sus posibles fallos.

Estamos así ante los inicios de lo que podríamos llamar la Tercera Guerra Mundial o, con mayor propiedad, las Nuevas Guerras. Que no son conflictos de intereses entre potencias establecidas que combaten por un territorio y se reconocen mutuamente como enemigos. Para eso hemos diseñado también complejos sistemas de resolución de conflictos que permiten llegar a acuerdos o al menos posponer indefinidamente el conflicto. Y en última instancia tenemos siempre el recurso a la destrucción mutua asegurada, sin duda un excelente antídoto contra la ambición excesiva. Estamos ante una guerra de guerrillas urbana, movilizada por ideologías fanatizadas que activan guerreros suicidas, que aprovecha nuestra complejidad para herir y que busca sobre todo la espectacularidad y el impacto que proporcionan los medios de comunicación. El magnicidio de ayer es, como señalaron muchos observadores, un claro casus belli, sin duda más odioso que el bombardeo de Pearl Harbor, contra objetivos militares y con un número muy inferior de víctimas. Pero ¿casus belli contra quién? No hay país que asuma esta nueva guerra, pues la forma de la nueva guerra es el terrorismo. Tenía razón Huntington al señalar que, tras las guerras de dinastías del siglo XVIII, las guerras entre naciones del XIX y la guerra civil de clases sociales del XX, íbamos a entrar en una nueva fase de conflictos bélicos. No está nada claro que éstos vayan a ser guerras de civilizaciones, y menos clara aún la incompatibilidad del islam con la modernidad (que Huntington y Sartori teorizan), pero, de serlo, sería sólo una guerra contra el islam, en gran parte autocumplida y autogenerada, lo que, por cierto, colocaría a España en la misma frontera norte del conflicto, algo que interesa evitar a toda costa (y en primer lugar a las empresas orientadas al turismo, las primeras que vieron sus cotizaciones desplomarse el miércoles por la mañana). Es una nueva guerra civil, ciertamente, con ribetes importantes de guerra de clase, pero no la guerra civil de Occidente, sino del mundo, otro producto más de la globalización, y en el que las alianzas más espurias e insensatas pueden ser realidad. Una nueva guerra, la terrorista, que no es ya la continuación de la política por otros medios como diseñó Clausewitz, sino la política misma que se expresa no mediante palabras o argumentos, sino con espectáculos dirigidos al gran público.

Pues esto último es quizás la clave explicativa no de los móviles, pero sí del procedimiento y de los objetivos. Lo que vimos ayer no fue un ataque contra objetivos militares o estratégicos, sino una gigantesca superproducción que ni el más osado Spielberg hubiera podido imaginar. Un espectáculo dantesco y gigantesco que pretende (y consigue) impactarnos, palabra clave en este contexto. Pues ¿cuántos 'impactos', ahora en términos de marketing televisivo, obtuvieron los terroristas a partir de sólo tres impactos físicos? ¿Qué mayor operación de publicidad? ¿Cuántos miles de millones de telespectadores? Sólo faltaba que lo hubieran anunciado previamente para así poder vender la publicidad prime time. Sin la televisión no hay impacto y sin impacto publicitario no hay terrorismo. Es una guerra terrorista diseñada y preparada para la sociedad virtual, la contrapartida de la Guerra del Golfo. Su objetivo último no son ni las torres ni el Pentágono, sino los millones de telespectadores; su objetivo somos nosotros, fascinados y aterrados ante la pantalla del televisor. Qué es lo que nos quieren transmitir no es fácil de identificar, pero en todo caso sí dicen: aquí estoy yo. Un mensaje narcisista de autoafirmación delirante.

Una última consecuencia provisional a extraer. Lo que ha fallado estrepitosamente son los sistemas de inteligencia y, más concretamente, la inteligencia humana, no la tecnológica. El Gobierno de Estados Unidos, como el de casi todos los países, aparece fascinado por los sistemas de inteligencia de alta tecnología, que son capaces de detectar desde un satélite la matrícula de un automóvil. También muy espectacular y cinematográfico. Sistemas de los que se espera que proporcionen seguridad, un bien crecientemente escaso. Y han marginado la inteligencia humana, que, enredada con el enemigo cuando aún es potencial, puede prevenir acciones de este tipo. Pero, sobre todo, han marginado la verdadera política, la que soluciona el conflicto en lugar de enquistarlo y enconarlo, justamente lo que ocurre actualmente en Palestina.

Cuál pueda ser la reacción del pueblo americano es difícil de prever, aunque, de momento, la impresión es de una gran serenidad después del pasmo y el horror. Pero sí es clara cuál debe ser nuestra reacción: mostrar nuestra solidaridad total es sin duda lo mejor que podemos hacer, pues nada sería peor que el que este magnicidio reforzara las tendencias aislacionistas siempre presentes en Estados Unidos.

Emilio Lamo de Espinosa es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense.

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