Medio minuto de silencio
Terminado el paseíllo se guardó un minuto de silencio en memoria de las víctimas de los atentados en EE UU. En realidad se guardó medio minuto de silencio, pero no por nada sino porque en los toros se las gastan así.
Se ve que la gente se impacienta en los toros más que en ninguna otra parte, y apenas transcurre medio minuto siempre hay alguien que se pone a aplaudir, o grita '¡Viva España!', y el silencio queda roto.
En la presente ocasión hubo quien metió la pata y el viva que dio en medio del silencio no fue a España sino a Palestina, él sabrá la razón. Y la verdad es que al público no le hizo gracia.
El dolor que se manifestaba por la barbaridad de los atentados era real, sentido en lo profundo. A la ciudadanía no se la veía demasiado alegre. Esos atentados inconcebibles, de bestial crueldad, a casi nadie se le van del pensamiento y del recuerdo.
Y en esas estábamos con ocasión de rejoneo. El rejoneo, en fiestas y sobre todo si se trae de casa la algarabía, es un permanente delirio triunfalista. En cambio puede llegar a ser hasta siniestro si el ánimo no está para ruidos.
Es lo que pasó en Guadalajara. La función transcurrió amable, los rejoneadores se comportaron con profesionalidad, el público con cortesía, salió a hombros Andy Cartagena, y sin embargo transcurrió con un cierto tono de tristeza. La llevarían dentro los rejoneadores, que también tienen su corazoncito.
No hubo sorpresas: los tres actuaron de acuerdo con su particular concepción del toreo ecuestre. Fermín Bohórquez, sobrio y dominador en las cabalgadas, sin tino en las clavazones, que generalmente perpetraba en los bajos. Aunque peor sentaron los malos modos que se gastaba con el modesto auxiliar que le servía desde el callejón los instrumentos toricidas.
Pablo Hermoso de Mendoza fue el de cada tarde, el líder indiscutible en esta modalidad taurina, con sus proverbiales pasadas, su temple para llevar encelado en el estribo al toro cabalgando a dos pistas, la suerte de banderillas realizada de frente, las reuniones al estribo. Matando, en cambio, fracasó y chirriaban el pinchazo descordando (pese a lo cual le dieron una oreja), los bajonazos, la carnicería, en fin. Y, después de eso, los saludos triunfalistas para provocar el aplauso de la galería, que son ardid populista impropio de un maestro en el arte de Marialva.
Andy Cartagena trajo la espectacularidad total. Las banderillas al violín, los giros vertiginosos, y continuos hasta llegar a excesivos, ajeno al ejemplo que poco antes le había dado Hermoso, que ejecutó con moderación estos alardes. Una vez, por ponerse encimista, el toro alcanzó al caballo y le corneó los bajos a placer, sin calarlo, lo cual debió de ser milagro.
El evidente entusiasmo de Andy Cartagena y sus caballazos complacieron al público, y cortó las suficientes orejas (dos) para salir por la puerta grande. Fueron unos instantes de euforia. Y luego, en la calle, volvió el silencio.
Babelia
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