El síndrome de la jartá
Como uno más de los cientos de miles de carros vacíos ansiosos de un súbito llenado, penetra el mío por las fauces abiertas del gran hipermercado. Estos vehículos, soportes de infinidad de productos variopintos, cuando no transportan nada transmiten una desoladora impresión de esqueletos malnutridos. Debería componerse una 'sinfonía del carro que anhela vitualla', con la que estos modernos hiperespacios del consumo recibiesen a sus hijos henchidos de la ilusión de compra.
Mientras tanto, tras atravesar la línea fronteriza que delimita lo exterior (el vacío, la pobreza) y lo interior (el dorado, la abundancia), ya diviso una gran montaña de zumos dándonos la bienvenida. Ante este cítrico monumento uno no puede resignarse a despreciar la oferta, ya que con más de medio millón de botellitas allí expuestas, con ese fuerte color naranja tan apetitoso, ¿quién no sucumbe a la tentación de colocar una o dos en el desnutrido carro? Poco importa que la escasa información nutricional que apenas puede leerse por el microscópico cuerpo de letra utilizado indique que contiene un 5% de zumo. Es decir, 95 partes de fuchina y cinco de naranja. Ello equivale, en la práctica, a ingerir cualquier cosa menos zumo de naranja. Nuevamente la batalla se libra en el imaginario del sumiso consumidor a quien impactan el color y la cantidad, como cuando éramos infantes.
Recuerdo ahora súbitamente el encargo de unas compresas con alas y miro con atención hacia los techos de la inmensa nave por si acaso alguna volase próxima para asirla con firmeza. Mas deben andar repostando pues no las diviso. Con mi carro por bandera me dirijo a la calle de los dulces y repostería y de pronto un mensaje madaleno me atrapa obligando a mi brazo a tomar varios paquetes: 'sobaos pasiegos'. Y yo, en mi interior, no hacía más que repetir: eso, que se soben, que se soben.
Al final de aquella calle pude enlazar con la 'avenida de las carnes'. Me detuve observando. Llegué a la convicción de que una cajera cualquiera experimentada podría dibujar un retrato robot del comprador sin ver su cara. Bastaría con el contenido de los carros. Señoras sudorosas de gran volumen no cesaban de colocar bandejas, ya de filetes de presa, ya de tocinos bien frescos, carnes magras, chorizos, papadas y chuletas.
Me llegaré a por unas bragas, me dije. Confiado en las marcas clásicas me encuentro de nuevo con ofertas: ¡50 braguitas 'Corred-Ofú' al precio de cinco!, y no eran de papel. Caramba, ¿para qué quiero yo 50 bragas? La abundancia. Tras el hambre de la guerra pudiera haber quedado anclado como enfermizo gen español el 'síndrome de la jartá', o la compulsión al exceso en materia de alimentación y vestimenta del que ahora se beneficiarían las multinacionales de estas grandes ágoras como tan acertadamente las denomina Saramago.
Después de ver todo aquello, tras comprobar que la mayoría de los estantes exponían productos diferentes pero de la misma global-marca, abandoné mi preciado carro. Huí despavorido. Aquellas fauces que me engulleron me vieron salir como si llevara fuego en el ano. ¿Y saben adónde me dirigí? A la vieja tienda de Paco, donde puedo elegir marca y producto, y, además, charlar un rato.
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