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Profesores de religión

Los asuntos que tienen que ver con el régimen legal de las confesiones religiosas en nuestro país suelen gozar de una mala fortuna proverbial. En buena medida ello se debe a la confluencia en nuestro imaginario colectivo de dos modelos antagónicos, inconstitucionales ambos: el del estado confesional nacionalcatólico franquista y el del estado laicista al estilo mexicano o francés, que se corresponden con las posiciones históricas de la derecha integrista y del republicanismo radical. El abandono por parte de todos los actores políticos de cualquier clase de pedagogía constitucional tiene, entre otras, esta desagradable consecuencia. Probablemente ésa es la razón última que permite entender por qué todas las administraciones han cumplido mal, o no han cumplido en absoluto, los convenios con la confesiones religiosas, los de 1979 con la iglesia católica y los de 1992 con la Ferede, la comunidad israelita y la comunidad islámica.

Por de pronto hay que advertir que el problema de los profesores de religión no es específicamente católico: el régimen previsto para el catolicismo en los acuerdos de 1979 es virtualmente idéntico al previsto para las otras tres confesiones que cuentan con convenio de colaboración. Por ello me parece que la proposición presentada por el grupo parlamentario socialista en punto a la cuestión del profesorado entra de lleno en el campo del surrealismo, no sólo porque los socialistas mantuvieron intacto durante catorce años el convenio de asuntos culturales, no sólo porque las disposiciones reglamentarias que rigen el asunto son en su casi totalidad emanadas de gobiernos socialistas, es que el régimen del profesorado del acuerdo de 1979 se recoge en su esencia en los acuerdos celebrados en 1992. Y todos sabemos qué gobierno presentó y qué mayoría parlamentaria los votó, porque era la que había en ese año. Con razón gustaba decir Marx que la ignorancia nunca ha beneficiado a nadie.

El punto de partida del problema de los profesores de religión radica en que no son profesores como los demás, y por ello no pueden tener el mismo estatuto que los demás. La razón es bien simple: mientras que el profesor de otras disciplinas imparte meramente materias curriculares, que fija libremente el legislador, el profesor de religión es un instrumento para dar satisfacción a dos derechos fundamentales: la libertad religiosa del art.16 y el de los padres a escoger la formación de sus hijos del art.27, ambos de la Constitución. Y lo es hasta tal punto que si no existiera el régimen de los cuatro acuerdos el Estado vendría obligado a establecer uno similar a la luz de lo que disponen esos preceptos constitucionales y el art.18 de la Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que, conviene recordarlo, es Derecho español y Derecho inmune frente al Parlamento.

Es esa condición instrumental la que explica su peculiaridad: el profesor de religión satisface el derecho fundamental a escoger el tipo de formación que deseamos. Si uno es musulmán, católico o anglicano, tiene derecho a que se le dé una formación religiosa del mismo signo, y eso exige que el profesorado sea seleccionado por las autoridades confesionales, de lo contrario se podría dar la paradoja de que se imparte enseñanza católica o baptista por profesores que designa libremente la autoridad civil y que no tienen por qué ser adeptos de la confesión correspondiente, con lo que sería el Estado el que define qué es enseñanza islámica, hebrea o católica. Si se opta por una formación religiosa según los criterios de una confesión el único medio seguro de garantizar que habrá congruencia entre lo que se pide y lo que se proporciona radica en que sea cada confesión la que determine lo que la define, lo que exige el origen confesional de curriculo, materiales y docentes. Como cada confesión no se define por un mero sistema de creencias, sino también (en algunos casos sobre todo) como un conjunto que comprende creencias y comportamientos que siguen de aquéllas, a los profesores de religión les es exigible no sólo la corrección intelectual (la ortodoxia), sino también la corrección de comportamiento (la ortopraxis), como en Italia dejó clara la llamada sentencia del bocadillo. Naturalmente cuando las exigencias de comportamiento de una confesión son más rigurosas y exigentes que el mínimo moral generalmente aceptado, se producirá la paradoja según la cual conductas que son jurídicamente irreprochables en un profesor normal, no lo son en uno de religión. Como la moral de las religiones del Libro es más estricta, rigurosa y exigente que la exigida socialmente esa disonancia es esperable. Mal les iría a las iglesias si así no fuere.

Vistas así las cosas se entiende la posición de la ministra en los recientes sucedidos: la posición de la Conferencia Episcopal (y de algunos obispos católicos) es jurídicamente impecable. Otra cosa es que sea compartible desde el punto de vista prudencial, o que el régimen legal esté a salvo de toda crítica. Porque, con independencia de factores prudenciales, el régimen del profesorado de religión ofrece al menos tres flancos a la crítica: en primer lugar la disciplina vigente establece un régimen de contratos anuales, lo que convierte a las confesiones religiosas en practicantes de la inestabilidad en el empleo y los contratos-basura, lo que me parece dudosamente recomendable para todas y cada una de las partes interesadas; en segundo lugar no existe ninguna disciplina clara en orden a la habilitación de ese profesorado, y reglas al respecto debe haber, a nadie le interesa enseñanza prestada por incompetentes, por muy píos que éstos sean; finalmente debe haber un procedimiento reglado de retirada, en su caso, de la habilitación, con audiencia del interesado y resolución motivada. Porque la retirada de la habilitación sin motivación alguna sí es claramente inconstitucional: es arbitraria por definición y, en razón de ello vulnera el art.14 de la ley fundamental.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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