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Columna
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Mejor Estado

La renovación política que prometía el PP en 1996 tenía como uno de sus objetivos centrales el adelgazamiento del Estado. Bien desde la perspectiva del neoliberalismo, del anarquismo de derechas (que también lo hay) o incluso desde la tercera vía, se consideraba que los países occidentales sufrían una esclerosis de lo público, identificado con burocracia, malos modos, lentitud e inoperancia. Durante los años 80 y buena parte de los 90 los organismos internacionales avalaron esos análisis generando un mensaje implícito, menos Estado y más mercado, que ha llevado a una agresiva mundialización económica que acaba desvinculando la actividad económica de los controles políticos democráticos.

No todo era equivocado en ese análisis y parece evidente que el Estado es bastante mal empresario (caso Aerolíneas Argentinas, por ejemplo). Pero sí son equivocadas, y mucho, sus bases teóricas. Pues las relaciones entre el Estado democrático y la economía de mercado no son las de dos vasos comunicantes, tal que si uno crece el otro mengua, en un juego de suma cero. Más bien se trata de dos manifestaciones distintas del mismo orden institucional basado en la soberanía del individuo, bien como agente económico o como agente político. La libertad en un campo no se puede desvincular de la libertad en el otro, de modo que Estado y mercado se necesitan mutuamente y si uno crece bien el otro lo hace también. La experiencia demostró entre 1917 y 1989 que el intento de crear Estado democrático sin mercado conduce al despotismo. Y la experiencia demuestra ahora que el intento de generar mercado sin Estado, ya sea en México o, de nuevo, en Rusia, conduce a la degeneración de ambos, a un Estado corrupto y a una economía fraudulenta. No es casual que en el último ranking de corrupción elaborado por Transparency International, y que tuve la oportunidad de presentar poco antes del verano, una vez más los países con mejores posiciones son los nórdicos, ciertamente no Estados débiles. Pues si el Estado debe desembarazarse de responsabilidades empresariales directas que le otorgan intereses espúreos en el mercado, justo por ello debe asumir con rigor tareas de regulación y control que hagan del mercado un escenario de igualdad de oportunidad y no una timba de pillos.

Por supuesto, el caso Gescartera ejemplifica este juego de suma positiva entre un Estado regulador y un mercado eficiente. La evaporación fraudulenta de nada menos que 18.000 millones de pesetas con motivaciones aún por esclarecer (¿es sólo un timo gigantesco o hay algo más que ignoramos?), en un escenario que más parece una surrealista película de Luis García Berlanga o Pedro Almodóvar que el serio proceder de unos gestores de fondos, es consecuencia de la falta de independencia de la comisión encargada de vigilar, inhibida por conexiones personales con la empresa vigilada. Es evidente, por lo demás, que tanto este asunto como buena parte de los fallos en la sanidad, como quizás también, en el transporte aéreo y otro muchos que podrían traerse a cuenta, pueden inscribirse bajo la misma rúbrica: la tarea de control y regulación del Estado está fallando por menosprecio de lo público.

Cierto es que en el citado ranking internacional de percepción de la corrupción España mantiene una buena posición, en el lugar 18, por delante de Francia (no un gran ejemplo) y de los restantes países latinos de la Unión, posición que es un éxito después del marcado descenso de credibilidad que sufrimos en los años 95-96. Pero también lo es que el Informe sobre España del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (el Informe GRECO de 25 de junio pasado) propone medidas muy concretas para reforzar la independencia del fiscal anticorrupción pero también del fiscal general del Estado, medidas que son muy oportunas al hilo del tema Gescartera o de la inadmisible sumisión del señor Cardenal a los intereses del Gobierno. La conclusión es clara: puede que no más Estado, pero por favor, sí mejor Estado.

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