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Columna
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El cargamento de las pilas

Hace tiempo que los humanos, en un rapto de aceptación de nuestro destino común, decidimos homologarnos con los electrodomésticos, pero no con los electrodomésticos principales (la televisión, el lavavajillas, la freidora) sino con otros más modestos o incluso auxiliares: la linterna, la radio portátil, la máquina de fotos y los mandos a distancia, esto es, con aquellos ingenios que funcionan con baterías desechables. Por eso, el primer día tras las vacaciones, más que por la salud o por algún tipo superior de fortuna, nos preguntamos por el estado de las pilas. Eso sí, en la pregunta hay un aire de fatalidad, como si la pila rebosante de energía nos relegara sin vuelta atrás a la sumisa condición de asalariados.

Regresamos del verano, pues, con las pilas llenas y con la felicidad metálica de una linterna recargada. El mar, el reposo y las sardinas espetadas son los alimentos que, debidamente transformados en una precisa digestión de treinta días, nos colman las baterías. Si tuviera que buscar el lugar donde tengo alojada mis pilas me tentaría los riñones, como uno de esos muñecos condenados a llorar, a mover los brazos o a interpretar la misma canción de corro hasta la jubilación. Cada cual tiene su trabajo: hombres o muñecos animados.

La única diferencia es que nuestra pila es de condición metafísica y tiene ribetes morales. Si el ocio carga las pilas, el trabajo las malgasta. Hay incluso individuos a quienes sus superiores les ordenan que se pongan las pilas como si voluntariamente se las hubiesen quitado para obtener una cómoda condición de ineptitud.

El desgaste definitivo de las pilas, como cualquier persona laboriosa sabe, se produce en los meses que preceden a las vacaciones. La condición moral de la pila humana favorece no ya la holgazanería sino errores y veleidades. Por ejemplo, sólo unas pilas agotadas pueden justificar la desaparición sin testigos de los expedientes incoados contra Jesús Gil en dos juzgados de Marbella. Funcionarios, jueces y fiscales con las pilas decaídas eran las víctimas perfectas para los ladrones de sumarios. Entran los ladrones, acumulan legajos y no encuentran más resistencia que las de unos tipos que hablan estirando muy despacio las sílabas y agitan las manos con la turbiedad propia de los juguetes agotados.

¿Nos hacen ciegos y sordos las pilas desgastadas? Pues sí. De ahí que tras las vacaciones, con las baterías flamantes, los políticos y todas las personas a quienes compete el correcto funcionamiento del Estado se comprometan a organizar con diligencia comisiones de investigación, espulgar el pasado, redimir los yerros y llegar hasta el final 'caiga quien caiga'.

Los encargados del gobierno y los aspirantes, pues, tienen la misma y humana condición de funcionar a pilas. En septiembre todos somos unos extraños autómatas movidos por una pila de petaca recargada. Esa energía renovada unos la utilizan para combatir la inmoralidad, los otros para progresar en su trabajo y los de más allá, menos pretenciosos, para aprender inglés por fascículos o completar el ajuar de Mariquita Pérez en cincuenta entregas.

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