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Tribuna:DEBATE
Tribuna
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A cada uno lo suyo

El Derecho estatal entiende como actividades religiosas las ordenadas a un fin religioso (culto, sacramentos, transmisión de creencias o enseñanza confesional de la religión...), no las económicas ni las docentes o asistenciales, que se someten al Derecho común, aunque sean realizadas por una institución religiosa. Lo determinante no es quién sea su autor ni sus motivaciones, sino la naturaleza de sus fines. Es justo el carácter religioso de estos fines lo que determina la naturaleza de las Iglesias, de su organización (diócesis y parroquias, obispos y sacerdotes), y de sus actividades.

El Acuerdo de 1979 sobre Asuntos Económicos entre el Estado y la Iglesia católica establecía el tránsito progresivo desde un sistema de dotación presupuestaria a otro de autofinanciación, con la asignación tributaria como paso intermedio. Ésta permite al contribuyente decidir el destino de un porcentaje de su IRPF a favor de la Iglesia. Sólo esto es nuevo. Los fondos destinados a la Iglesia siguen siendo públicos y el impuesto estatal, aunque con fines religiosos.

Según la memoria anual que la Iglesia presenta al Ministerio de Justicia, la casi totalidad de lo obtenido del Estado en aplicación del Acuerdo se dedica a costear los sueldos y Seguridad Social de obispos y sacerdotes. Como si los fines religiosos fueran estatales, las actividades religiosas servicios públicos, y clero y obispos funcionarios del Estado.

¿Es constitucional tal financiación? O los fines religiosos forman parte de los fines del Estado, lo que contradice el principio de laicidad, o no forman parte, en cuyo caso el sistema contraviene el principio de igualdad tributaria. Resultado inexorable, la inconstitucionalidad.

Sorteaban este obstáculo el carácter transitorio del sistema y el propósito expreso de la Iglesia de alcanzar la autofinanciación (se esperaba que el modelo ayudara a concienciar a los católicos del deber de financiar a su Iglesia). No sólo no se ha logrado, sino que la diferencia entre lo obtenido por asignación tributaria (insuficiencia endémica) y lo que la Iglesia venía recibiendo por dotación presupuestaria es compensada por el Estado, obligado por el Acuerdo. Se complica el mecanismo y cambia el nombre, pero la Iglesia continúa financiada por todos los españoles.

Suena a burla que la Iglesia, adalid de la ética, diga ahora sin sonrojarse que el compromiso de alcanzar la autofinanciación es unilateral y no exigible por el Estado. Y causa rubor oír a estas alturas que se paga a la Iglesia porque así lo quieren la mayoría de los ciudadanos (católicos). Confesionalidad o no confesionalidad no es cosa de mayorías y minorías. La democracia tiene por encima a los Derechos Humanos, especialmente al de igualdad en la libertad.

Más hábil es el confuso argumento de que se están pagando los servicios de la Iglesia al bien común, dando por supuesto que las creencias religiosas (unas más que otras) son siempre un bien para la sociedad, porque los creyentes son mejores ciudadanos. Baste recordar la intolerancia religiosa y sus funestas consecuencias en la historia. Las creencias, religiosas o no, son ambivalentes. Benefician o perjudican la convivencia dependiendo de su grado de dogmatismo y consecuente sectarismo. Bien común son la libertad de creencias y la tolerancia. No que esas creencias tengan uno u otro contenido.

Según el Tribunal Constitucional, la Carta Magna define al Estado como laico, lo que implica su neutralidad, evitando toda discriminación (negativa o positiva) entre ciudadanos en razón de sus creencias, y su escrupulosa separación de las Iglesias, motivaciones y fines religiosos, no pudiendo hacer suyos ninguno de ellos so pena de lesionar el derecho de igualdad.

La laicidad obliga a la cooperación con las Iglesias si y sólo si ésta es necesaria para que la igualdad y la libertad religiosas sean reales y efectivas. Ese es el caso del ciudadano que se encuentra en situación de especial dificultad para ejercer tal libertad (ejército, hospitales o prisiones). Esta armonización de laicidad y cooperación, supera las posiciones extremas de confesionalidad y laicismo y deja sin sentido el uso disuasorio del espantapájaros del anticlericalismo.

Sin provocar enojosos problemas a la sociedad española, la Iglesia lo tiene bien fácil con sólo exigir de sus fieles, conforme al Derecho canónico, lo necesario para su sustento y el cumplimiento de sus fines (impuesto eclesiástico). Evitaría mendigar la subida del porcentaje de la asignación tributaria y pedir prestado un impuesto estatal, con la consecuente desnaturalización de sus normas confesionales y la pérdida de su independencia. ¿O es que la Iglesia católica no se fía de la fuerza de obligar de sus propias normas ni de la firmeza de convicciones de sus fieles? Porque ese es un problema suyo. No del Estado.

Dionisio Llamazares Fernández es catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad Complutense.

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