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LA CRÓNICA
Columna
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Herrumbrosos cadáveres

Como una destilación de grandes dimensiones, el verano de Barcelona pasa por su particular colador chino uno de los temas recurrentes de toda la vida: los vehículos abandonados. La ciudad se vacía y la multitud de coches aparcados corren a aparcar a otro lugar. Es entonces cuando se da el mágico proceso del tamiz: sólo quedan quietos, sin moverse, los vehículos de los Rodríguez y los abandonados a su suerte. En verano ofrecen al sol implacable, como si estuviéramos en pleno Serengueti, sus esqueletos sujetos a la voracidad de los carroñeros más dispares. Nada que ver con los abandonados de cuneta, de muerte más digna, despeñados o no, con esa vegetación que les va invadiendo progresivamente, esa herrumbre de sana descomposición, ese nido de ratas en el maletero, en fin, la pura naturaleza.

¿Han observado esos cilindros de cemento que aguantan el coche cuando le han sido robadas las ruedas?

Nada de eso. En Barcelona, las furgonetas parecen grandes ballenatos varados en la playa, incapaces de volver a su elemento. Tal como se da con los búfalos de la sabana africana, que son despedazados y devorados por los leones cuando aún están vivos, en la Meridiana de los alrededores de las Glòries, ante la refulgencia del Teatre Nacional o del Auditorio, en la calle de Badajoz, exactamente donde se tiene que levantar el rascacielos en forma de pepino, las furgonetas son desballestadas como quien dice a plena luz del día. Por cierto, ¿han observado esa curiosa existencia de cilindros de cemento que sirven para aguantar el coche una vez le han expoliado las ruedas? Es fantástico, parecen hechos a posta para ese cometido, como recién comprados en la planta de accesorios para el automóvil de la cooperativa de cacos carroñeros. En su defecto está el clásico y honrado pedrusco, pero el fondo de la cuestión viene a ser el mismo: ¿tanto le interesa al depredador urbano que el vehículo mantenga el equilibrio? Es una de las incógnitas de nuestro tiempo. ¿Será por sentido estético?

Más triste aún es el caso del coche desamparado, sea cual sea su medida y cubicaje: prolongación del hogar, manifestación de virilidad para el macho y de independencia para la hembra, símbolo de la familia, da más pena que el perro abandonado del anuncio 'ell no ho faria mai'. Vayan a la ronda de sant Martí, al ladito del puente de Calatrava, y echen un vistazo. Mientras no se encuentra un uso más práctico a dicha vía pública, gracias a su anchura, cuando llega el verano parece un expositor permanente de coches dejados en la estacada. Llenos de polvo, cojos, mancos, ciegos, reventados, con todo colgando... Un regalo para los sin techo. Y es que esto ya es América: es mejor dormir en un coche abandonado que al raso. El coche de ETA de la plaza de Joanic hubiera sido imposible de camuflar muchos días más: en verano, abandonado y solo, a la vista.

En el fondo, las actuaciones de las brigadas de ciudadanos depredadores actúan como sus homónimos en la naturaleza: limpian, aprovechan, reciclan. Dejan los cadáveres limpios al sol, con todo su costillar blanco y brillante, con toda su carcasa desnuda. Hienas y buitres de la ciudad, a veces incapaces de ver lo que tienen ante sus ojos: les podemos jurar que en la esquina de la calle de Urgell con la avenida de Sarrià se encuentra un seiscientos de la primera época que haría las delicias de más de un coleccionista.

Luego están las motos, tan frágiles como esas simpáticas gacelas thompson que provocan relamidos de gusto de las leonas hambrientas. Son robadas y abandonadas en un santiamén. Es cuando empieza su proceso de expolio, lentamente, sistemáticamente, sin prisa, pero sin pausas. Cada día pasas por su lado y te das cuenta de que le falta algo más: un faro, un intermitente, el asiento, un estribo, la palanca de cambio, el retrovisor...

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Lo que no falla es la pegatina verde del Ayuntamiento, llena de polvo, pegajosa, antiquísima, donde se avisa al propietario de la moto que si no la retira, se la van a llevar. Parece un chiste. Pobres motos dejadas de la mano de Dios, meadas sin clemencia por los perros. Durante el invierno, su despojo pasa más inadvertido porque los coches aparcados tapan el espectáculo. En verano, con la calle vacía, las aceras se llenan de golpe de cadáveres despanzurrados: ciclomotores panza arriba, sin neumáticos, sin amortiguadores, roídos por el lado de las entrañas; motos de gran cilindrada tumbadas de lado, regurgitando un hilillo de gasolina por el depósito...

El último escalón lo ocupan las bicicletas: más que cadáveres, esqueletillos, desvalidas como pajaritos fritos, bicis despedazadas sin piedad (¿para qué?). Una vez más, el verano traidor revela la multitud de restos bicicletiles, en medio del desierto de los chaflanes vacíos del Eixample. Veo esas llantas solas atadas a la farola con la cadena. Y los cuadros sin rueda, y las ruedas sin cuadro, y los cuadros sin sillín ni manillar. Pedazos, restos, fragmentos, todos debidamente atados a la farola. Y el remate final, el colmo de los colmos: la cadena sola, solísima, inquebrantablemente unida a la farola o al arbolito, como un juego de manos cruel: se llevan la bici sin dignarse forzarla.

Y luego dicen que en Barcelona no hay oferta cultural en agosto. Proponemos un itinerario nuevo para el bus turístico: la ruta de las cadenas solitarias.

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