Amor (y 5)
Era uno de los pocos jóvenes que continuaban en el valle, trabajando el campo y cuidando ganado. Al preguntarle la profesión, en unos documentos escribía agricultor; en otros, granjero. A veces, nada. Podría haber emigrado. A la ciudad o al extranjero. En realidad, tenía tantos oficios como dedos. Podía levantar paredes. Colocar una instalación eléctrica. Empalmar cañerías. Lijar y pintar una verja. Hacer una escalera de caracol. Injertar un frutal, ajardinar un yermo. Y era un buen mecánico: nadie maneja hoy tantas máquinas como un hombre de aldea. Fuerte, decidido, animoso, ¿por qué no se marchaba?
Sabía que el tener coche, que conducía como un corredor de rally, le obligaba a ciertos servicios colectivos. El viernes a la tarde, la abuela de Inés le pidió, como otras veces, que fuese a buscar a su nieta a la parada del autobús, allá, en el lejano cruce de carreteras. Inés estudiaba medicina en Santiago, pero, al bajar del transporte, parecía haber atravesado Europa. La mirada algo extraviada, verde tormenta, en una orla frondosa. Él la saludó como un chófer profesional y guardó el equipaje. Anda, antes de ir a casa, dijo ella, llévame a ver el mar.
A veces, en su ausencia, él se sentaba allí, en la grupa de la duna. Por el camino, los pies descalzos de Inés nombraban, embrujaban: estrella de los juncos, anémona, melga, manzanilla, lirio de mar, cardo marino. Ahora, silencio. En la fragua del poniente, entre ascuas de sol, brotaban a un tiempo olas y nubes. Creo que voy a dejarlo, dijo ella. No sirvo para médico. No soporto el dolor.
Todo se aprende, dijo él. Y pensó, sin decirlo: Descubrirás que eres valiente de un día para otro. Además, no hay trabajo. Te matas a estudiar y luego, ¿qué? Él la animó: Siempre habrá trabajo para los médicos. Especialízate en lo de los viejos. Geriatría. Eso, geriatría. Una rara ola de izquierda a derecha, como una mecha encendida de espuma. Todo era sincero en la playa desierta: las olas, las nubes. Una bandada de gaviotas reidoras. Galicia entera debería estar sembrada de marihuana, dijo ella de pronto. Le ofreció una calada y él negó con la cabeza. ¿Sabes? Romeo y Julieta bebían vino caliente con canela y frambuesa; venga, hombre, ¡una calada! Una nube. Una ola. Y otra. Y otra.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.